La guitarra y nada más
Festival Terral 2011. Teatro Echegaray. 7 de julio de 2011. Guitarra: Daniel Casares. Aforo: Casi lleno.
El clima hizo honores al nombre del ciclo. El Terral fue el pasado jueves más terral que nunca. Pero dentro del Teatro Echegaray estaba esperando un remanso de frescura y un abanico de sensaciones que fueron estimulante elixir para los sentidos.
Daniel Casares eligió estar solo con su guitarra en el escenario y presentarse así, sencillo y valiente, ante el público. Fue de agradecer porque pudo mostrar la verdad de su música y su gran sensibilidad artística en toda su desnudez sin elementos que sirvieran de distracción.
El recital se caracterizó por lo íntimo, pues este teatro es recogido y tiene ese escenario a ras del suelo que, junto con la propuesta de Casares, propició la cercanía entre el músico y el público. La transmisión de sentimientos fue absoluta, si el dominio técnico fue asombroso, la empatía -ese pellizco flamenco- fue tónica general.
Comenzó por rondeñas de concierto, con las que fue calentando las manos, para adentrarse a continuación por los terrenos de la bossa nova perfectamente imbricada en el compás de tangos, rematando por aires de Cádiz en un alarde de virtuosismo que hizo que el público ya le brindara la primera gran ovación de la noche. Tímidamente, agradeció nuestra presencia e hizo una bellísima granaína, donde la melancolía de este palo quedó subrayada en el estremecedor punteo, con reminiscencias de bolero.
La guajira no suele faltar en sus recitales y, en esta ocasión, toda la dulzura de este toque, caribeño y andaluz a un tiempo se mezcló con sutiles acordes que no hicieron más que sumar belleza al tema.
A estas alturas, Daniel Casares estaba muy a gusto, y se permitió el capricho de tocar los tangos que dan nombre a su último disco, El ladrón del agua, con una dimensión distinta al estar en solitario, pues, en la grabación va orquestado. La emoción estuvo a flor de piel.
Continuó con una creación por verdial, en una visión muy personal pero que desprendía esencia malagueña, cosmopolita y rural, marinera y campesina, y se despidió con unas magníficas bulerías en las que introdujo el reconocible toque de los cantes de El Piyayo, con una fuerza arrolladora que levantó al unísono al público de sus asientos.
No le dejaban irse, así que brindó encantado una corta y sabrosa bulería por soleá que, definitivamente, supo a poco. Esa fue otra de las virtudes del recital, que tuvo una extensión perfecta, ni muy larga ni muy corta, y que consiguió dejar al respetable con ganas de más.
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