A solas con la escena, o silencio para 40 años

Pablo Bujalance

20 de enero 2015 - 05:00

Festival de Teatro. Teatro Cervantes. Fecha: 19 de enero Dirección, guión e interpretación: Ángel Baena. Aforo: Unas 50 personas.

El actor y director Ángel Baena, referencia necesaria e imprescindible para el teatro malagueño contemporáneo, ha urdido este Yo, mimo, estrenado ayer, para celebrar sus cuarenta años de oficio. Y, para empezar, habría que preguntarse, cuanto menos, si semejante ocasión merecía un Teatro Cervantes desangelado como marco. Hay un gesto valioso en la puesta de largo del espectáculo en el primer escenario de la ciudad, aunque, tal vez, otro espacio más favorable al calor preciso, que la cita merecía, habría sido preferible. Independientemente de los argumentos extraescénicos (Ángel Baena es una figura a la que el paisaje teatral local debe mucho, en todos los órdenes), resulta que Yo, mimo es, en sí, una propuesta llena de hallazgos. El artista rinde homenaje a sus raíces, a lo que más le gusta, y hay algo significativo en este viaje a la esencia y a la elementalidad en manos de quien decide dar cuentas de lo mucho que ha hecho en cuatro décadas. Tras unos primeros apuntes de corte expresionista con reveladores juegos de luz, que bien habrían merecido un mayor protagonismo en el montaje, Baena planta un mimo de toda la vida, con la cara pintada, su camiseta a rayas y sus tirantes, para recuperar aquella vieja magia, el hechizo milenario que, una vez, cautivó a legiones. Hay episodios muy divertidos, como el del funambulista. Y cuando el mismo concluye con una aparatosa caída tras la que el mimo se levanta y se dirige al público como retándolo, aquí estoy, Baena sirve en bandeja una hermosa y poética alegoría de su profesión.

De acuerdo, Ángel Baena no es un mimo extraordinario, por más que demuestre dominar la técnica y el lenguaje. Pero, precisamente, ayer quiso contar que no tiene palabras para expresar su amor al teatro, y por eso su mejor modo para rendir honores ha sido a la manera de Marceau. Es ahí, en esa libertad del artista a la hora de hacer lo que le da la gana, donde el corazón se hace grande.

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