El pulso a la Historia de Albert Camus

Literatura Actualidad de un clásico del siglo XX

Mañana se cumple medio siglo del fatal accidente que terminó con la vida del autor de 'La peste', aunque cualquier coyuntura para su final resultaría incluso hoy demasiado temprana: su obra sigue siendo necesaria

Albert Camus, un futbolista frustrado que encendió una luz todavía no extinta.
Albert Camus, un futbolista frustrado que encendió una luz todavía no extinta.
Pablo Bujalance / Málaga

03 de enero 2009 - 05:00

De haber llevado puesto el cinturón de seguridad en el viaje en automóvil que emprendió Albert Camus el 4 de enero de 1960 desde París con salida a Lyon, el desenlace habría sido seguramente otro. Pero esta práctica hoy obligada no era entonces muy habitual y, tras una parada para un almuerzo temprano, el automóvil que conducía Michel Gallimard (responsable de la editorial Gallimard, que había publicado las obras de Camus y en la que el propio escritor trabajaba como lector) y en el que nuestro hombre ocupaba el asiento del copiloto, se estrelló a la altura de Le Petit Villleblin y el Premio Nobel salió despedido a través del parabrisas. En la guantera llevaba el manuscrito de la obra autobiográfica en la que trabajaba entonces, El primer hombre, que vio finalmente la luz en 1994 a pesar de su carácter inacabado; junto al mismo guardaba un ejemplar de El hombre y lo divino, de la veleña María Zambrano, que se había publicado originalmente en 1953 y que el autor de El extranjero consideraba uno de los libros más hermosos de su siglo, por lo que había recomendado su publicación en Francia a Gallimard. Camus, que había nacido en 1913 en la ciudad argelina de Mondovi (actual Drean), fue precoz para recibir el Nobel y también para morir. Sin embargo, su muerte, y dado su impresionante pulso a la Historia, habría sido juzgada como demasiado temprana en cualquier momento. Incluso ahora.

Resulta cuanto menos curioso el modo en que la posteridad ha recordado a Camus no tanto por sus obras imprescindibles, sino por su compromiso político. A él invoca Nicolas Sarkozy cuando insiste en la oportunidad de trasladar sus restos ahora al Panteón francés, donde yacen Voltaire y Victor Hugo entre otros. Pero esta circunstancia revela una dolencia propiciada por la absoluta falta de líderes éticos en la postmodernidad: la velocidad con la que se ha desinflado el entusiasmo tras la llegada a la Casablanca de Barack Obama obedece a una orfandad que corre el serio riesgo de adoptar expresiones más terribles, desde el terrorismo al totalitarismo. En este páramo de aburrimiento, Francia tiene en Camus su particular clavo ardiendo, el humanismo más radical de la última centuria, una apuesta decidida por la criatura más dañina del planeta, heredera precisamente de Voltaire, que se disfrazó de absurdismo para significar en una época tensada por demasiados extremos ideológicos. Ya en su juventud argelina, con sus primeras publicaciones en revistas, sus comienzos en el periodismo y la fundación del Teatro del Trabajo (posterior Teatro del Equipo) en Argel, Camus, descendiente de españoles, criado sin padre en una familia más que humilde, estudiante ejemplar y alentado por sus lecturas de Nietzsche y Dostoievsky, advirtió en los grandes sistemas referenciales el mal que castigaba a los suyos. Así que el joven que había bebido la interpretación materialista de la izquierda cargó contra el cristianismo y el existencialismo, pero también contra el comunismo: en 1937 salió de las filas del Partido Comunista tras la traición que supuso el pacto germano-soviético y la negativa del PC francés a conceder la autonomía a la facción argelina.

Ya durante la Segunda Guerra Mundial, Camus mantuvo por igual su compromiso político y artístico, especialmente durante la ocupación nazi: el periodista que dirigía en París el diario clandestino Combat era el mismo intelectual que participó en la legendaria lectura dramática de la obra de teatro de Pablo Picasso El deseo atrapado por la cola, junto a Simone de Beauvoir y Sartre. Durante la contienda, Camus publicó sus primeras obras en forma de abrumador tríptico: la novela El extranjero (1942), éxito inmediato que adoptó de una vez en Europa los alcances estéticos de William Faulkner; el ensayo filosófico El mito de Sísifo (1942); y la pieza teatral Calígula (1944, estrenada en 1945). En estos libros trató, respectivamente, tres temas que habrían de funcionar como pilares de su pensamiento: lo absurdo de la existencia, el suicidio y los poderes totalitarios. El fin de la guerra no rebajó un ápice sus intenciones; al contrario, fue uno de los pocos escritores que condenaron el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki e insistió en eliminar el fascismo de las señas de identidad de Alemania para el futuro. Su filosofía y su praxis caminaban sin embargo notablemente unidas, como extensiones mutuas de la misma realidad. El mismo Camus lo expresó a la perfección en el discurso de aceptación del Nobel en 1957: "Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de toda otra cosa. Por el contrario, si él me es necesario, es porque no me separa de nadie y me permite vivir, tal como soy, al nivel de todos. A mi ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga al artista a no aislarse".

Si en obras como La peste (novela publicada en 1946) y El malentendido (obra teatral aparecida en 1944) Camus había expuesto con severa vehemencia su interpretación del mundo a la luz de Feuerbach (La peste resume la esencia del ateísmo del siglo XX al subrayar la imposibilidad de creer en un Dios que permite el sufrimiento de los inocentes) y de Dostoievsky (cuya novela Los demonios, que le obsesionó hasta su muerte, adaptó al teatro), la verdadera declaración de intenciones llegó en 1951 con el ensayo El hombre rebelde, en el que se opuso sin ambages a toda forma de violencia, también la empleada al amparo de las revoluciones políticas. Sartre, que había defendido el armamento desde Europa de los comunistas argelinos, rompió definitivamente su relación con Camus y tachó su ideología de buenismo, pero se equivocó: el enfermizo de eternas ojeras y devoradora tuberculosis se refirió a la inviolabilidad del hombre y a su derecho a habitar el mundo sin obedecer a consignas. Su famosa sentencia "No camines delante de mí porque no te seguiré, no camines detrás de mí porque no te guiaré, camina a mi lado y sé mi amigo" resumía su ideal político, en el que latía aún el anarquismo que admiró en su adolescencia pero que no renunciaba a una fraternidad que algunos interpretaron, quizá con un vaticinio que el accidente impidió constatar, como cierta aproximación a un cristianismo erasmista. Tal y como afirmó recientemente el periodismo y antiguo compañero Jean Daniel en su libro Camus a contracorriente, si el escritor viviera hoy denunciaría el permanente asedio de Palestina por parte de Israel, pero también defendería el derecho de los israelíes a vivir sin miedo a ataques terroristas. La aparición póstuma de El primer hombre, dedicado de forma conmovedora a su profesor Louis Germain, confirmó que aquel humanismo sería necesario por mucho más tiempo.

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