Político en cien días
Antonio Vargas Yáñez
Y si hubiera sido un mango
La tribuna
CUANDO hace unas semanas abandoné Málaga con los termómetros hirviendo para cobijarme en la bonita Hamburgo, con gabardina y paraguas, todavía pude conocer la OPA hostil preparada por el PP contra el avión de Zapatero. Sus portavoces, portavozas o portavoceras (desde la aparición de la palabreja miembra poseo graves escrúpulos lingüísticos), comenzaron a interesarse por su consumo y frecuencia de viajes, síntomas inequívocos de querer saber su estado real de uso. Sin embargo, la reacción habida a sus maquinaciones les ha llevado a mejorar sensiblemente la oferta y a meter en el precio un curso de vuelo sin motor y otro de parapente porque si no, ¿cómo iría a desplazarse el presidente por los cielos? Poca novedad han aportado las precoces peperas a la política en los ciento y pico de días, o doscientos transcurridos del nuevo gobierno. Su esfuerzo ingenioso nos lleva a recordar a nuestro paisano Picasso y su idea de que entre los seres humanos existen muchas copias y muy pocos originales.
Las últimas noticias las encuadran ejercitándose para cantar "volare, oh, oh, oh, cantare, oh, oh, oh" en la apertura del año político, siempre con la mirada puesta en China por si las voces no alcanzan los registros del caso. Los chinos, astutos por genética, dieron gato por liebre en la inauguración de los Juegos Olímpicos en tanto que la "oda a la patria" la cantó en realidad Yang y la que vimos mover los labios era Lin, una alumna aventajada de la ópera de Pekín. Trucos orientales, y como fueron ellos los inventores de la pólvora, tampoco perdonaron en los fuegos artificiales mezclar imágenes reales con una serie digital de grandiosos efectos. Algunos críticos ponen en duda la edad de unos cuantos atletas y les extrañan que superen los dieciséis años a pesar de reconocer la tendencia a la juventud exagerada de la fisonomía china. En cambio, les llueven las medallas por los cuatro costados, y las tragedias por su especial idiosincracia: hay que ver la llantera armada con su esperanza de oro en la carrera de los 110 metros de vallas. Como son tantos, temí por una inundación con sus ríos de lágrimas. Su corredor dorado, Liu, salió dando saltos, pero de dolor, provocando un verdadero duelo a lo largo y a lo ancho del inmenso país. Un poco de paciencia china les hace falta: el pan y el vino han de repartirse bien y evitar los atracones tan perjudiciales a la salud. Es muy raro salir de una olimpiada sin un nuevo fenómeno, y así nos encontramos con Michel Phelps y sus ocho oros de natación. Los rumores no se han hecho esperar. Hablan de hallazgos de carburantes rápidos indetectables. Mientras tanto, sus medallas reúnen los quilates reglamentarios y el muchacho hace bien en sacar el pecho a lo Tarzán. No le va muy a la zaga de celebridad el jamaicano Usain Bolt y sus zancadas de avestruz. Veinte o treinta metros antes de llegar a la meta comenzó a celebrar su triunfo. Para los incrédulos, su padre aclaró la misma noche la fórmula: su hijo había sido criado en una zona de frutas y hortalizas y allí la mermelada produce resultados milagrosos. Me imagino una fábrica de conservas vegetales patentando sus mermeladas con el nombre del fulminante ganador. Se haría la dueña del mercado alimenticio y las ganancias le saldrían por la chimenea. Su entrenador, de otro lado, puso la guinda: su pupilo había comido dos veces Nuggets antes de correr y dormido tres horas. La verdad, rarezas de campeones. De todas formas, no le demos vueltas, el mejor atleta de todos los tiempos, en mi modesta opinión, es Diomedon o Filípides o como se llama el olímpico ateniense que fue el primero en recorrer 42 kilómetros y 187 metros desde la ciudad de Maratón a Atenas, lleno de alegría por el triunfo de sus paisanos contra los persas en el año 490 a.d. C. Con sandalias o descalzo llegó, habló y espiró lleno de gozo por la buena nueva comunicada. Se merece de sobra un monumento. Quizás nos animemos los malagueños y le dediquemos uno en medio de La Palmilla cuyos vecinos son los únicos que corren más que los precios.
El calor derrite muchas cosas y aunque no ha podido con las piernas de Carlos Sastre, ni con las de Samuel Sánchez ni de Joan Llaneras y, ni mucho menos, con la zurda de Nadal, para regocijo común les ha dado unos pescozones a los precios de las materias primas, y al maíz, el trigo, el oro, el cobre y el galán más de moda, el petróleo, los vemos algo cabizbajos. Por muchos economistas y premios Nobel, nadie ha podido averiguar hasta la fecha la ley de la carestía de la cesta de compras o de los imprescindibles gastos domésticos, porque subir, suben los precios con más ligereza que el humo. Diría que el día antes, ya están arriba. Ahora, que bajar, por más contrapeso que les pongamos permanecen en las alturas y sólo con grandes protestas descienden un poquito. Este hecho real marea a los analistas y anula sus leyes de mercado cuando tiene una explicación la mar de sencilla. Les bastaría meterse por la cadena de intermediarios, ponerlos en fila y hacerles copiar diez veces la deliciosa comedia Los ladrones somos gente honrada.
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