Jesús Nieto Jurado

Miguel de Molina: canciones para el exilio

La tribuna

07 de abril 2009 - 01:00

MADRID, novena capital de Andalucía, celebra en estos días una exposición completa que recorre la vida, la obra y el querer del insigne e irrepetible Miguel de Molina, aquel malagueño ya olvidado en el polvoriento rincón de la memoria, aquel Federico García Lorca apócrifo de colmaos o exiliado de segunda: aquel genio, apaleado por los correajes del puño y las pistolas, que se atrevió a plantar cara a doña Concha Piquer y a su baúl cuartelero del movimiento.

Y es que sucede que en este bendito país, el armazón de la nación, el pegamento básico de nuestro pasado que es el recuerdo, comenzó a deshilacharse a medida que el progresismo miope, errante, tomaba la moda como ideología y la transición como ajuste de cuentas, estético o meramente visual. Así, por las cunetas de nuestra historia, comenzó a desfilar un desarmado ejército de olvidados que tomaron un barco, un barco extranjero, a altamar o malvivieron en un armario como nuestro paisano Miguel de Molina. Los vencedores, los ungidos por el broncíneo signo de la victoria, cantaban en El Pardo con gran animación de faralaes y delaciones; los otros, los que no recibieron el tiro de gracia que los mitificase en un paredón de cualquier pueblo, se conformaron con un resquemor inabarcable y la enfermedad crónica de España, que es el exilio.

Hablamos, entonces, del género de la copla, de la importancia de Miguel de Molina como caballo republicano y homosexual frente al mando azulón de la Piquer, y este acontecimiento nos sirve para divagar sobre un pasado, el nuestro, musical mayormente, que ha sido trastornado por la cultura periférica o posmoderna, y que pervirtió nuestra identidad como país hasta que Carlos Cano o Serrat vieron, desde su acertada trinchera, que este país era algo más que un secarral en el confín de Europa. Porque principiar a hablar de la copla, desde Marifé de Triana a la malagueña Pasión Vega supone una zambullida poética en esa "caja negra de la emoción de España" según la analogía acertadísima de Vázquez Montalbán, quien, entre el Barça, Juanito Valderrama y los teóricos marxistas, introdujo la canción española en un crisol apabullante y genial. La copla, pues, se nos presenta como la radiografía acertadísima de la posguerra, como la banda sonora y moral de las cartillas de racionamiento y el escaso tabaco de picadura.

Hubo una copla dominante, una temperatura de hembra cantante que se extendía como el brazo en alto por todo el país, y que era encarnada por Concha Piquer, valor de la raza, mito castizo o hollywoodiense para un país de torería y señoritismo. Hubo un trío irrepetible, Quintero, León y Quiroga, que democratizaron en sus letras un vértice desconocido del 27. Hubo, en suma, un producto cultural y testimonial de la posguerra que pudiera empezar a disiparse ante la inoperancia de historiadores o antropólogos.

Precisamente, para evitar ese maniqueísmo que el pensamiento único de cierta izquierda ha desplegado ante la perfección de Ojos verdes, Tatuaje, El emigrante u otros éxitos de pizarra, han aparecido diversas iniciativas, mediáticas o no, con mayor o menor fortuna, en apoyo de la canción española. Canal sur fracasó con un exaltamiento del tópico del lunar y la morena de verde luna, pero he aquí que esta exposición sobre Miguel de Molina, en Madrid, viene a rescatar del ostracismo a uno de los primeros embajadores de Málaga, y el ejemplo diáfano de que parte de la copla pudo ser, y de hecho fue, una apertura íntima al gris dominante: clara apología de sensualidad frente a la mantilla y la sumisión femenina por decreto.

Recuerdo que una vez mi admirado Eduardo Haro Tecglen, niño republicano, me confesó que llegaría el día en que la copla dejase de ser vista como un producto rancio; el momento en que, desatada de un apriorismo imperdonable para la cultura, España asumiera sin complejos un legado donde el alma de un tiempo y un país quedaría fijada para siempre, como me recuerda también Jesús López Santos. Luego llegó Carlos Cano, entre sus currelantes parados y su blanca y verde, y convirtió a la copla en un cañón desde donde disparar al monstruo político, el franquismo expirado o expirante, que la había moldeado para su mayor gloria.

Por ello, por esa significación fundamental que la copla tiene en el ADN de nuestro pasado, conviene recomendar la exposición Arte y provocación que, instalada en Madrid hasta el 17 de mayo, se sumerge en las peripecias vitales de Miguel de Molina, hijo predilecto de nuestra provincia: un heterodoxo republicano de la copla que yace hoy en el cementerio de la Chacarita de Buenos Aires, en tierra extraña, mecido por el inclemente viento del sureste y compartiendo eternidad y cercanía con Carlos Gardel y Alfonsina Storni. Homenajeado ahora por su patria, aunque esto le vaya escociendo al barroco y variable Antonio Burgos.

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