Y después vendrá la calma
calle Larios
lMás allá del seguimiento de la información y la atención a la catástrofe, en cualquier corrillo cundía ayer la misma inquietud: ¿A dónde vamos a ir cuando al cielo le dé por llover de verdad?
Superado el miedo que impone la visión de un autobús con el agua hasta las ventanillas, avanzando por Héroe de Sostoa como si de un submarino se tratase, presos los viajeros en su interior de emociones encontradas entre el temor primario y las salvas y oles lanzados al intrépido chófer, lo que queda es la impresión de que, perfectamente, cualquier día de éstos, Málaga podría desaparecer de la faz de la Tierra. Habitualmente las catástrofes pillan lejos, los tsunamis acontecen siempre en otra parte, a los romanos de Pompeya les pasó lo que les pasó por tener a todo un Vesubio sin jubilar tan cerca, pero lo único que puede ocurrir en Málaga es que caiga una tormenta bien gorda. Sin embargo, ¿y si le da por caer algún día? ¿Y si llueve lo que no ha llovido nunca, y si se despista un monzón tropical y se asoma por aquí, hola qué tal? ¿Y si el Gualdamedina se desborda mucho más allá de sus límites? ¿Y si el Guadalhorce se lleva por delante lo que pille a su paso como se llevó por delante la colonia fenicia del Cerro del Villar hace 2.500 años? Pues eso, se iría todo al garete y los supervivientes tendrían que llevarse los trastos a otra parte. Es curioso, porque no muy lejos de la riada, en la calle Princesa, un señor que venía de comprar el periódico, embutido en su chubasquero a cuadros y aún así calado hasta las cejas, emitió un veredicto bien formado: "No está lloviendo tanto para la que se ha liado". Y ya se había liado, sí. Otra vecina de la zona se refería a la Carretera de Cádiz como "un canal de Venecia", mientras en las redes sociales corrían ya a velocidad virulenta los vídeos de cartameños subidos a los tejados de sus casas y de mijeños elevados sobre la corriente a pie en los techos de sus automóviles. "Ya estamos otra vez", apuntó la misma vecina, intentando domar un paraguas invertido a merced del viento mientras el hombre del chubasquero le daba la razón, "caen cuatro gotas y ya la tenemos montada. El día que caigan más de cuatro gotas, no sé a dónde vamos a ir a parar". Sí, ésa es la cuestión, ¿a dónde vamos a ir a parar? No cayeron precisamente cuatro gotas, claro, pero mientras la basura corría libre desde los contenedores volcados por la riada de la misma calle Princesa y en la cercana calle Pacífico la Policía cortaba el tráfico a la espera de que los técnicos municipales desembalsaran el asfalto, con las alcantarillas colapsadas, cabía preguntarse, otra vez, si tales desastres se podían haber prevenido, por no decir evitado.
Poco después, a eso del mediodía, suspendida la Maratón, dos abuelos miraban a la altura de la Goleta el frenesí marrón con que el Guadalmedina seguía su andadura. "Juan, ¿tú sabes cuándo fue la última vez que limpiaron el cauce del río?", preguntó uno. "Me parece que yo todavía no había hecho la mili", respondió el otro. A esa hora, los puentes que conectan la parte nueva y la parte vieja de la ciudad, ajenas aún mutuamente después de tanto tiempo, como si la extinta muralla árabe señalara todavía una frontera invisible, hacían de miradores desde los que propios y extraños contemplaban el espectáculo. Unos turistas se hacían selfies en el Puente de los Alemanes como si del mismísimo Danubio se tratase. En los móviles seguían deslizándose imágenes al amparo de cafeterías y las pocas tiendas que seguían abiertas: galgos rescatados en Cártama, caballos a punto de ahogarse en San Pedro de Alcántara, una mujer que fallece atrapada en un local en Estepona, los servicios de emergencia saturados, carreteras cortadas, barrizales desbocados, coches cubiertos de agua y lodo arrastrados por la corriente. Antes no había más inundación que la que veían los propios ojos, ahora gracias a las redes sociales los ojos están en todas partes. Y resulta difícil situarse en medio de toda la desgracia. Alguien dice en Santo Domingo que hace un día perfecto para unas migas. Todavía cuesta reírle la gracia. Primero el miedo, luego la pérdida. ¿Y después?
Después, algo parecido a la indignación. El convencimiento de que no bastó 1989, como no bastó 2012 ni bastará 2016: seguirá habiendo deficiencias que nos vendan a precio de saldo cuando de llover bien fuerte se trate. La alternativa a la sequía es esta especie de ruleta rusa en la que cunde la impresión de que la ciudad sigue en pie por muy poco. El Guadalmedina continúa esperando su solución como a Godot, pero ayer lanzó una advertencia: existe el riesgo de que los daños sean mucho mayores. Sólo con que lloviese algunas horas más con la misma intensidad el desbordamiento sería real, no el chapoteo en los puentes que los mismos turistas evitaban ayer, sino una catástrofe de dimensiones descomunales. En cuanto a la provincia, queda la certeza de que Estepona y Mijas volverán a saltar por los aires en la próxima tempestad que nos pille con el pie cambiado, mientras en la barriada de Doña Ana en Cártama habrá que cruzar los dedos y rezar lo que se sepa porque no parece que queden muchas más alternativas. La presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, y el ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, alababan junto al desbordado Guadalhorce la coordinación de las fuerzas de seguridad, pero harían bien en tomarse en serio de una vez la puesta a punto de las infraestructuras necesarias para que algo así no vuelva a suceder. Sin embargo, no hubo compromisos en este sentido, más allá de la solidaridad de costumbre y las actuaciones para que todo vuelva a la normalidad cuanto antes. Así es: cuando haya transcurrido otro lustro, volveremos a estar en las mismas. Con otros presidentes y otros ministros. Pero con el mismo miedo a la orilla de los ríos y en las aceras de las calles que empiecen a anegarse cuando las cloacas no den más de sí.
Por la tarde las nubes dieron su tregua y en la capital malagueña nadie habría dicho que asomaba la tragedia. A las 18:30, puntualmente, el show de las luces navideñas de la calle Larios despuntaba con el Carmina Burana y los entusiastas de turno aplaudían encantados. Ya se sabe que siempre llega la calma. Hasta el año 2021.
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