La vida cada día
tareas domésticas y otras mentiras
El diario es un género que nos pertenece porque fue donde la mujer encontró el espacio desde el que construir su realidad real y dibujar cartografías de las ideas que silenciaba
Una de mis pasiones más íntimas es caminar sin importar la distancia. Sentir que soy dueña de mis pasos, trazar itinerarios alternativos, buscar escenarios distintos de los habituales y conocidos. Inventar Málaga, cambiar de calle -y cambiar la calle- como decía Rafael Pérez Estrada. Encontrar el asombro en lo inesperado como si la ciudad fuera poema. Pasear y caminar a lo Jane Eyre, la contundente protagonista que da nombre a la novela de Charlotte Brönte, título con el que se convirtió en precursora de la emancipación de la mujer de su época -a través del conocimiento- gracias al ejercicio de la ficción. Mientras se camina, la idea alumbra hacia donde no somos capaces de ver. Mientras se camina la libertad personal acontece y quien recorre calles, quien se desliza sobre asfalto, deja de ser mero observador de un relato ajeno para pasar a ser protagonista de una ficción propia; por eso la Señora Dalloway se encargó ella misma de ir a comprar las flores, "¡Qué fresco, qué calmo, más silencioso que éste, desde luego, era el aire a primera hora de la mañana…!".
Además, el caminar permite contemplar, con sosiego, la vida de otros, el gesto donde la personalidad arde o se esconde, observar ventanas que son lienzos y devuelven imágenes desde las cuales imaginar vivencias, memorias, existencias. Reflejos. Caminar para crear otras vidas. Caminar para hallar la ficción y subvertir el lado más áspero de la rutina. "Llegó a la salida del parque. Se quedó parada unos instantes, contemplando los autobuses de Picadilly. Ahora no diría a nadie en el mundo entero qué era esto o lo otro. Se sentía muy joven y al mismo tiempo indeciblemente avejentada. Como un cuchillo atravesaba todas las cosas; y al mismo tiempo estaba fuera de ellas, mirando".
Algo similar ocurre con la lectura, especialmente, en géneros como el diario o la autoficción. En el caminar que es la lectura, a partir de la vida de quien alimenta las palabras, podemos descubrir-nos y hallar en esa suerte de ficción el aliado perfecto que nos reconcilia con la experiencia de la vida, reconciliación que, en muchas ocasiones, surge de la contradicción o de la tensión propia de quien vive huyendo de un mundo pequeño que sólo nos condena a ser títeres de un esquema hegemónico, un mundo pequeño en el que la infelicidad aguarda y el pensamiento imperante ancla al miedo, miedo que sólo nos impide ser como en realidad se aspira a ser. En Todos llevan máscara. Diario 1995- 1996 (Errata naturae, 2018), de Laura Freixas, segunda entrega de la serie iniciada con Una vida subterránea. Diario 1991-1994, la autora catalana describe su vida, en ese periodo de tiempo, desde una crudeza turbadora, con una honestidad admirable y poco habitual, muy propia de un género que nos pertenece porque fue en el papel donde la mujer encontró el espacio desde el que construir su realidad real, donde dibujar cartografías de ideas que silenciaba en público.
Todos llevan máscara pivota en torno a dos asuntos clave, del que ramifican otros que sólo son consecuencias de estas categorías: la escritura y la felicidad -"en la vida sólo he querido dos cosas: escribir y ser feliz"- que atraviesan transversalmente todo el volumen; en este título, Laura Freixas indaga en su incipiente madurez, etapa marcada por la búsqueda de un lugar propio en la escena editorial -marcada por un machismo voraz-, lugar que le concederá la autoridad que ansía, por derecho propio; y por su maternidad. La tensión por encontrar su lugar en el mundo editorial, donde desconfía de los elogios, donde los obstáculos se presentan únicamente por su condición de mujer, es el aliento narrativo de esta obra escrita y descrita con pasión y vulnerabilidad, es decir, una obra escrita y descrita por alguien que no se esconde tras la vida, que la encara y la celebra. En la actualidad, decir Laura Freixas es nombrar a una de las principales referentes del feminismo en nuestro país; mi generación le debe buena parte del conocimiento de autoras en el escenario literario así como un buen armazón teórico que nos ha permitido elaborar un discurso propio con el que justificar nuestra condición de feministas. Nos ha dado más madera para seguir adelante. Por eso, nombrarla, hacerla carne, decir Laura Freixas es casi un acto de justicia, no sólo por ella misma -quien lea los diarios entenderá el por qué de esta frase quizá rotunda-, sino por todas las mujeres que trabajamos en el mundo de la cultura, por todas esas mujeres que pugnamos por un lugar en el mundo, nuestro lugar en el mundo. La vida se nos concede para vivirla dignamente, libremente, y en estos diarios, Freixas asume tal responsabilidad.
El otro tema que atraviesa el entramado del diario es la maternidad, una maternidad repleta de ternura y admiración hacia su hija, de juegos y cuidados, pero también una maternidad que no se oculta tras palabras que intenten disimular el precio a pagar por ser madre; una maternidad real, con sus contradicciones y frustraciones, que la limita y le impide crecer como desea, que choca con esa autoexigencia que caracteriza a la catalana: "Desde que nació tengo una sensación de dispersión, de que no paro ni un minuto, y, sin embargo, parece que no trabajo. Y además, de que no hago nada a fondo, de que todo son interrupciones. Trabajo muchísimo pero ese trabajo me da muy poco dinero, poco reconocimiento, poca independencia…".
Las máscaras ajenas, a veces, propias, recorren este diario. Un juego de identidades cuyas reglas Freixas intenta descifrar para formar parte del mismo; su personalidad literaria se asienta, con gozo, en este segundo volumen. Los primeros éxitos, las relaciones con las amigas, las obras de otras mujeres que comenta entre sus páginas, las envidias y mezquindades de algunos escritores, su madre y su padre, el psicoanálisis,… Todos llevan máscara es un ejercicio de honestidad admirable que exige un pacto por parte del lector o lectora: no mentir(se), desprenderse de la máscara para ser quien se anhela ser.
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