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Durante los últimos años, el envejecimiento de nuestra población ha traído consigo comportamientos más propios de viejos cascarrabias que de tiernos abuelitos. Poco a poco vamos soportando menos el ruido de los niños, sus carreras, balones y risas, y exigimos un silencio sepulcral que, a la larga, solo nos acercará al sepulcro. Y en ese proceso de egoísmo creciente somos capaces de parar hasta las actividades de los más pequeños con tal de preservar la mal llamada tranquilidad de los ciudadanos. Pero si hay algo que debe intranquilizarnos es que nuestros jóvenes no jueguen, no corran, no hagan deportes y acaben optando, desde el aburrimiento, por otras actividades menos lícitas. Como decía el dramaturgo alemán Friedrich Hebbel: "A menudo se echa en cara a la juventud el creer que el mundo comienza con ella. Cierto, pero la vejez cree aún más a menudo que el mundo acaba con ella. ¿Qué es peor?"
El conflicto entre vecinos y colegios, para que no se juegue al baloncesto fuera del horario escolar, no es más que la punta del iceberg de dicho envejecimiento. Aceptamos con naturalidad que nuestro confort está por encima de cualquier otra cosa y exigimos a las autoridades que multen a todo aquel que se atreva a interrumpirlo. Pero mientras en otros lugares se mejora, por ejemplo, el nivel de insonorización de los hogares, aquí optamos por castigar o paralizar las actividades deportivas. ¿Qué pensarán estos pequeños ciudadanos cuando el día de mañana tengan que votar y recuerden a aquellos que multaron a sus equipos e impidieron aquellas divertidas tardes jugando con los amigos en sus colegios?
El problema es que la inercia que genera este comportamiento egoísta empieza a encontrar justificación en nuestro entorno. Ya se pueden observar bares y restaurantes donde se recomienda encarecidamente que no pasen los más pequeños, e incluso hoteles donde no se permite ir con niños aunque se pueda entrar con perros. Y el problema principal es que acabamos aceptando con naturalidad esa clara discriminación. Es el imperio del envejecimiento prematuro y el resultado de una sociedad que descarta hoy a los jóvenes pero que no tendrá problemas en descartar el día de mañana a los ancianos. Como bien describió el Papa Francisco en su discurso sobre la cultura del descarte, primero hemos descartado a los más pobres, después a los más débiles, ¿y mañana quienes seremos descartados?
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