Una patria de papel
El infinito en un junco | Crítica
El cuidado ensayo de Irene Vallejo sobre la invención de los libros en el mundo antiguo aúna la voluntad pedagógica y la calidad literaria a la hora de reconstruir un itinerario fascinante
La ficha
El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Irene Vallejo. Siruela. Madrid, 2019. 542 páginas. 23,70 €
Escrito por una doctora de Clásicas que se ha distinguido en el terreno de la divulgación, El infinito en un junco es un libro hermoso y bien concebido que logra su propósito de contar una historia de muchos siglos en pocos cientos de páginas, aunando la sensibilidad y el criterio con la capacidad narrativa y una idea de la pedagogía que no rebaja la materia de la que trata. Su originalidad se pone de manifiesto en la estructura digresiva, con eventuales apelaciones al lector, a quien Irene Vallejo se dirige en segunda persona, y en el frecuente uso de reflejos y referentes contemporáneos que aportan luz retrospectiva. Esto último no deja de tener sus riesgos, como prueban otros intentos menos felices y fructuosos, y el talento de la autora se hace especialmente visible cuando introduce sus propias vivencias –por ejemplo al tratar de sus experiencias en el caprichoso e intrincado universo de Oxford o de sus recuerdos de niña con ocasión de la ignominiosa destrucción de la Biblioteca de Sarajevo, que llenó de melancolía y mariposas negras el cielo de la ciudad asediada– o interpola en la narración numerosos episodios –muy alejados en el tiempo, pero no en el espíritu– del largo itinerario que se remonta a la legendaria neápolis fundada por Alejandro junto al delta del Nilo.
El apasionado ensayo de Vallejo trata de la invención de los libros, como anuncia el subtítulo, pero es también una historia del helenismo que a través del comercio, la educación y el mestizaje condujo al mundo habitado a una "globalización primitiva", de la lectura y de su mágica cualidad para transmitir el legado de las generaciones, de los amantes y los enemigos de la literatura y el conocimiento, de los modos en que la censura trató de obstaculizar la difusión de las ideas peligrosas, de la ardua labor de los amanuenses que conservaron la sabiduría de los antiguos antes de la invención de la imprenta, de las bibliotecas donde sus impulsores soñaron con acumular –y lo consiguieron, por los testimonios coetáneos, en una medida no desdeñable– las enseñanzas de la humanidad en todas las lenguas conocidas. La bella imagen del título remite al junco de papiro como el material –un "bien estratégico", del mismo modo que la piel curtida o "el coltán de nuestros teléfonos inteligentes"– que hizo posible el decisivo paso de las frágiles y efímeras tablillas de barro a los rollos o volúmenes, soporte habitual de la escritura hasta la tardía extensión de los códices de pergamino.
La secular y fascinante historia de la Biblioteca de Alejandría y del Museo asociado, que fue el primer centro de investigación integrado por profesionales y sentaría las bases, extraídas de la entonces revolucionaria filosofía aristotélica, de la filología y otras disciplinas, al tratar de sistematizar en todo su vasto ámbito "los caminos de la invención y las rutas de la memoria", es el centro de gravedad del ensayo, del que parten otras muchas historias vinculadas. Recorremos en particular el trayecto que va desde Demetrio de Falero, el primer bibliotecario, hasta las tres destrucciones documentadas, atribuidas en los dos últimos casos a los fanáticos cristianos –durante los tumultos que condujeron al asesinato de Hipatia– y después a los jinetes del primer Islam, conforme a una secuencia que no está del todo clara. Tanto en la etapa fundacional de los Ptolomeos, cuando Egipto conservaba su autonomía de reino helenístico, como en la posterior de época romana, con el país de los faraones ya adscrito al Imperio, las instituciones alejandrinas fueron el verdadero faro –la imagen resulta inevitable, tratándose de la ciudad que albergó la séptima maravilla– del que irradió la cultura antigua.
Como libro de divulgación, El infinito en un junco es una muestra excelente del modo en que los especialistas sin prejuicios pueden despertar en los lectores no académicos el interés por la Antigüedad, pero el relato de Vallejo, por las razones antedichas y otras como la agilidad del discurso, su desenvoltura a la hora de encadenar o sobreponer las perspectivas o su deseo de conceder protagonismo a los personajes anónimos de la Historia, adquiere una dimensión literaria que trasciende el mero recuento. Y lo hace también por su intención de fondo. Enfrentando el olvido, la infecunda mentalidad chovinista y las múltiples barreras lingüísticas, los eruditos alejandrinos nos hicieron "traductores, cosmopolitas, memoriosos". Aunque en las modernas lenguas europeas la palabra deriva del griego papyros, no existió en el mundo antiguo el papel propiamente dicho, que llegaría más tarde de China, pero hay que asumir la etimología cuando la autora habla de una "patria de papel para los apátridas de todos los tiempos". Con o sin los soportes impresos, a ella pertenecemos y en ella seguimos viviendo.
Memoria del mundo
En Alejandría de Egipto, bajo el accidentado reinado de los primeros Ptolomeos, pusieron los sabios de la Biblioteca la simiente de lo que muchos siglos después sería la red de redes. Había precedentes como la también mítica colección de Asurbanipal en Nínive, la vieja ciudad asiria en la antiquísima tierra de Entre Ríos, pero por "su universalidad, su afán de conocimiento y su inusual deseo de fusión" la visionaria iniciativa del conquistador macedonio, sin olvidar tampoco a la digna rival de Pérgamo, apenas admite el parangón con sus homólogas del mundo antiguo. Del mismo modo que otros estudiosos, Irene Vallejo menciona el inolvidable relato de Borges, La biblioteca de Babel (1941), en un sentido a la vez deudor del ambicioso anhelo que guió a los alejandrinos –no otro que el de reunir, en palabras del narrador, "todo lo que es dable expresar, en todos los idiomas"– y sorprendentemente premonitorio, pues de hecho "internet es una emanación –multiplicada, vasta y etérea– de las bibliotecas". Los primeros bibliotecarios inauguraron un 'territorio mental' donde convivían las palabras de los griegos, sus promotores, con las de los judíos, los egipcios, los iranios y los indos, parcialmente helenizados por las huestes de Alejandro pero a la vez custodios de tradiciones propias que contribuyeron a crear algo parecido a un acervo común. En otro lugar recuerda Vallejo cómo lo que distinguía a la Biblioteca eran "sus técnicas simplificadas y avanzadísimas para encontrar la hebra buscada en la caótica maraña de la sabiduría escrita". Esa importancia concedida al orden no es ajena al hecho de que los españoles, como los franceses, llamemos ordenadores a los instrumentos informáticos que otros europeos y nuestros hermanos de América designan con el nombre de computadoras. Fue un profesor de Clásicas de la Sorbona, Jacques Perret, quien propuso la variación de la denominación anglosajona. Se trataba también entonces de levantar "una arquitectura armoniosa frente al caos" o de construir "un dique contra el tsunami del tiempo". De trazar un mapa, dice Vallejo, de la "memoria del mundo".
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