La servilleta que has usado de marcapáginas importa
'Punt final', de Roc Herms, y 'La voz del padre, la voz de la madre', de Lucía Boned Guillot, dos libros que son prácticamente objetos de arte, constituyen sendos homenajes bellísimos a la memoria familiar
Punt final, de Roc Herms, y La voz del padre, la voz de la madre, de Lucía Boned Guillot, son libros construidos a través de la recopilación de papeles: notas, páginas de libros y variopintos separadores que son también parte de nuestra memoria.
El otro día mi madre me preguntó si podía tirar unos papelajos que yo había sacado de un bolso cualquiera y había puesto sobre la mesa, a lo que automáticamente contesté que sí. No suelo despreocuparme ni decidirme tan rápido en lo que a documentos se refiere porque muchos son importantes o me parece que pueden serlo algún día, cuando menos lo espere e imperativamente tenga que andar buscándolos como una loca y con el corazón atragantado, preguntándome, por ejemplo (estoy fabulando ahora), si alguna vez recogí el título que acredita tal o cual, o si, por el contrario, sigue esperándome, pudriéndose en algún cajón de la secretaría de mi instituto, acaso extinto ya. Lo escribía Carmen Martín Gaite en Nubosidad variable: "(...) ¡son tantos, Dios mío! Proliferan por su cuenta, tenaces como la mala hierba (...). Cada año, cada mes, cada día, un estrato más de papeles que me implican, que llevan mi nombre y a veces hasta mi firma, que de esa sí que no me puedo desentender. ¿Tan larga ha sido mi vida, tantos papeles he podido criar?".
Como estaba contando, el otro día mi madre me preguntó si podía tirar unos papelajos, entre ellos un billete de tren de cercanías, a lo que automáticamente contesté que sí por no poner la atención donde debía (hay una economía que nos la está chupando todo el rato), pero como tengo esta obsesión y de ella no me libran ni las pantallas, a los pocos segundos me dirigí a la papelera, rescaté el billete de tren y por poco le doy un beso, pero me acordé del Covid-19, que es otra obsesión de la que no me libra nadie ni nada. Un poco indecisa, lo metí entre las páginas de un libro, concluyendo al rato que era el mejor custodio y que un día lo encontraría con jolgorio y sorpresa: "objetos encontrados, rebanadas no premeditadas del mundo" (Susan Sontag). Lo hice, entre otras cosas, porque acababa de leer dos libros importantes: La voz del padre, la voz de la madre (Cultura Temporal), de Lucía Boned Guillot, y Punt final (Terranova), de Roc Herms, aunque en ambos casos la cuestión de la autoría es complicada. Son hijos y nietos y, como tal, han edificado dos homenajes, dos castillos a la memoria que por un módico precio podemos tener en nuestras estanterías. Poseen, además, el poder de saltar como alarmas al arrojar papeles a la basura.
Los padres de Roc Herms (Eugènia Pont y Salvador Herms, qué importante nombrarlos, así los indexaré en Google para siempre y permanecerán en otro sitio más) murieron con menos de un año de diferencia y cuando su editor, Luis Cerveró, se citó con él, estaba inmerso en ese papeleo que es morirse y que recuerda incesantemente que, efectivamente, alguien ya no está: están los papeles burocráticos y están los personales y todos pueden ser horrorosos según el momento en el que se atiendan, pero los últimos siempre, siempre, merecen la pena. A Roc Herms le pasó que, vaciando el piso de sus padres, descubrió que la mayoría de sus libros (eran ávidos lectores) tenían marcado un punto de lectura, un separador que aguardaba pacientemente su momento. "Algunos estaban al principio o al final, pero la mayoría se encontraban entremedias, y seguramente marcaban la página en que habían abandonado la lectura o algo que les había llamado la atención. El caso es que eso le pareció ilustrativo de lo que es una vida (...) Un montón de libros, de textos e imágenes inconexas, yuxtapuestos, marcados en un punto que queda fijado e inalterable el día que mueres", explica Cerveró en el epílogo del libro. Ignoro si sobrecogido y consciente de la importancia de la tarea que estaba llevando a cabo o más bien circunspecto y como enajenado, Roc Herms comenzó a cortar todas las páginas señaladas y a recopilar los respectivos y variados marcapáginas: tickets, recetas, esquelas, tarjetas de visita, hojas (de plantas, de libretas, de periódicos), notas, papeles, facturas, un palillo de dientes, un menú de boda, un negativo, un mapa, una foto, un carné, la faja de un libro (hay enumeraciones que ponen la piel de gallina).
Lucía Boned Guillot también conoce el hallazgo; sabe de su fulgor y de despertar una verdad durmiente. Encontró en un sobre bautizado como "Miniaturas" (eso pone en su dorso) notitas de poquísimos centímetros y letra apretadita, escrita en buena parte con lápiz del número 4, que es más difícil de borrar, algo a tener en cuenta cuando, de plegarlos y esconderlos tanto, el trazo tiende a emborronarse. Durante ocho meses del año 1939, José María y Teresa, abuelos de la autora de La voz del padre, la voz de la madre (que, feliz y verdadera casualidad, también es directora ejecutiva de Terranova, sello responsable de la edición de Punt final), se comunicaron a través de estos trocitos de papel que viajaban ocultos de las maneras más disparatadas y terroríficas. José María, desde la cárcel de Montjuic donde estaba preso, ideaba argucias para Teresa: "Un procedimiento que se me ocurre para mandarme papeles cuando no mandes ropa es que los enrolles muy apretados como si fueran un palillo y los metas luego en un plátano (…) o le haces un corte a un pan con un cuchillo de punta, aprovechando las arrugas de la corteza (...) Tampoco está mal comprar nueces, abrirlas con el filo de un cuchillo, vaciar media nuez (...)". José María, que fue médico de los que auscultan a los vecinos aun cuando se han retirado del oficio, tendría diez hijos con Teresa, su "cariña". Ella se dirige a él como "queridísimo" y le escribe algo menos porque está rendida y con dos criaturas a las que cuidar: "Aquí me tienes con un gran dolor de riñones y de piernas (...) También la cabeza me duele bastante y la pierna la tengo muy hinchada, pierna y pie, y me duele el hueso".
Las notas pueden leerse íntegras en este libro-joya e incluso verse, porque la autora y nieta de los protagonistas ha tenido la amabilidad de incluir algunas fotografías a modo de apéndice que le sirven para explicarse: no tiene ningún recuerdo de sus abuelos y por eso, intuyo, se aferra a los objetos para paliar una sensación de extravío constante, como la que deja la pérdida del casete que registraba la voz de su abuela y que se tiró, sin querer, en alguna mudanza. Su agenda, las vitolas que coleccionaba su abuelo, sus libros encuadernados y restaurados, sus prismáticos, la cubertería heredada. También Boned Guillot recurre a la memoria de su primo Enrique: él sí recuerda fantásticas anécdotas de Teresa y José María, muchísimas relacionadas con la comida, tema predilecto de su particular correspondencia, alrededor del cual se construye toda una sentimentalidad: la de la falta en los años duros y la del recuerdo sobre toda una cadena de tareas que lleva aparejada su preparación y disfrute y que Enrique, el nieto, observa y saborea encantado (respecto al tema de la comida, habría que echarle un vistazo a El pan que como, de Paloma Díaz-Mas).
Teresa le regaló a su hijo, el padre de Lucía Boned Guillot, un anillo de oro con forma de nudo que pertenecía a su bisabuelo. "Una cosa que ocurre con el nudo es que cada vez que lo buscamos tardamos varios días en encontrarlo y después aparece", cuenta sobre la sortija, y de la misma manera me percato ahora de que no recuerdo en qué libro metí el billete de tren, por despiste o por enredo, pero algún día aparecerá, igual que desaparecerá de las estaciones (porque habrá que ahorrar en papel y en tacto en lo venidero) y yo necesitaré ser sorprendida por ese billete, por eso al guardarlo o esconderlo le pongo el mismo método y cuidado que cuando coleccionábamos hojitas perfumadas que nunca rellenábamos, que por cierto dónde estarán esas hojitas, voy a preguntarle a mi madre.
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