El vértigo del espíritu
Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos | Crítica
Anagrama rescata el libro (mucho más que una biografía) que Emmanuel Carrère dedicó a Philip K. Dick en 1993, una aproximación a un talento tan enigmático como clarificador
La ficha
'Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos'. Emmanuel Carrère. Trad. Marcelo Tombetta. Anagrama. Barcelona, 2018. 376 páginas. 22 euros
El rescate en lengua española de Yo soy vivo y estáis muertos, el libro que Emmanuel Carrère (París, 1957) presentó en 1993 como "un viaje en la mente de Philip K. Dick" y que constituye de hecho mucho más que una biografía al uso del escritor estadounidense, resultaba pertinente a estas alturas por varios motivos.
Ante todo, la primera edición, así como las sucesivas reediciones, que lanzó en su momento el sello Minotauro llevan ya no pocos años en el limbo de los títulos descatalogados. Además, es importante señalar que si ya a mediados de los 90 Philip K. Dick (1928-1982) lucía en el imaginario cultural la etiqueta de visionario, el desarrollo de las nuevas tecnologías experimentado en estas dos décadas ha venido a ajustarse a lo que el autor escribió sobre la precognición y el control totalitario de los individuos de una manera, cuanto menos, inquietante, lo que por otra parte ha despertado un nuevo fervor traducido en multitud de ensayos y producciones audiovisuales (véase la secuela de Blade Runner estrenada el año pasado por Denis Villeneuve y la reciente adaptación televisiva de El hombre en el castillo).
Por último, resulta reveladora la lectura (o relectura) de Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos tras El Reino, la novela de 2015 en la que Carrère narraba su relación con el cristianismo y en la que recuperaba algunos de los asuntos relacionados con Philip K. Dick ya tratados en su monografía, como la metáfora a la que recurre el de Chicago en Los tres estigmas de Palmer Eldritch para explicar el fenómeno de la transustanciación con el gato, el chuletón perdido y la báscula (cabe recordar que tanto Dick como Carrère se bautizaron ya adultos y que también en esto el primero ha sido un referente para el segundo).
No faltan razones, por tanto, para saludar la nueva edición de Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos que acaba de lanzar Anagrama (eso sí, con la misma traducción de Marcelo Tombetta que ya publicó Minotauro), ya no sólo por la vigencia de Dick y su obra sino por el modo en que podemos considerar es trabajo como fundacional en la historiografía literaria contemporánea, al menos desde un punto de vista procedimental. Si el mismo Carrère apuntó en su momento que con este libro terminó de modelarse definitivamente como el escritor reconocido que es hoy (a pesar de que los rasgos propios de la autoficción se reservan aún un lugar discreto), no es difícil percibir la influencia de este título en buena parte de los volúmenes dedicados a escritores que se publican hoy día. Su interés, por tanto, trasciende a los fans de Dick.
En lo biográfico, la lupa que Carrère sitúa sobre Philip K. Dick llega a ser abrumadora en los detalles, desde la infancia marcada a fuego por la hermana melliza muerta y la separación de los padres hasta la desoladora despedida del progenitor ante la tumba compartida con la que se cierra el viaje.
Carrère describe con ambición cirujana la influencia en el escritor de una madre obsesionada con la creación artística, el abandono de los estudios en Berkeley para la consagración a la escritura, la vigilancia a la que es sometido tras sus primeros contactos con grupos de izquierda (el capítulo dedicado a los agentes del FBI que le piden que espíe a su mujer y con los que termina compartiendo amistad y afición a la ciencia-ficción es tan delirante como ilustrativo), los problemas de salud mental, los sucesivos fracasos sentimentales con un saldo de cinco matrimonios rotos, los no menos contundentes fracasos literarios y todo -todo- lo relativo al consumo de LSD y demás estupefacientes en la ácida Costa Oeste de los años 60, con un Philip K. Dick convertido en una suerte de gurú hippie admirado por una legión de porretas (entre los que se encontraban acólitos como Tim Powers, quien actuó en los últimos días del escritor con una generosidad a la que Carrère hace justicia), sin olvidar las arduas residencias en clínicas de desintoxicación.
Respecto a los fracasos literarios, queda manifiesto el deseo frustrado de Dick de convertirse en un escritor mainstream fuera de la ciencia-ficción a través de novelas realistas como Confesiones de un artista de mierda, que recibió el rechazo continuo de cientos de editoriales durante décadas; pero también el modo en que el autor se aferra a la ciencia-ficción (especialmente tras el Premio Hugo a El hombre en el castillo en 1962), un género que nunca dejó de amar, para configurar y proyectar su propio mundo, lo que resulta altamente oportuno dada la tentación expresada en los últimos años por no pocos autores de desvincular a Philip K. Dick de la ciencia-ficción para considerarlo un gran escritor americano, como si ambos elementos fuesen incompatibles.
A la hora de abordar asuntos espinosos como las revelaciones misteriosas que Dick vinculaba a Dios o, cuanto menos, a inteligencias extraterrestres (de las que el propio escritor dio cuenta en Valis, su singular acercamiento a la autoficción), Carrère opta por un pragmatismo periodístico en la descripción de los hechos honesto y eficaz. No es fácil contar que, en 1967, Philip K. Dick supo al escuchar por primera vez Strawberry Fields Forever de The Beatles que su hijo Christopher, aparentemente sano, sufría una hernia inguinal con grave riesgo para su vida y que debía ser operado de urgencia; más difícil aún es contar que los médicos, atónitos, le dieron la razón y que esa misma noche el pequeño Christopher fue sometido a una intervención quirúrgica sin la que habría muerto al día siguiente. Carrère lo hace sin ceder un ápice a la parodia, sin poner en duda los hechos y, a la vez, sin incurrir en la superchería parapsicológica. Con absoluto respeto a su labor de biógrafo.
El mayor valor de Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos es, sin embargo, la hondura y la valentía con la Carrére presenta a Philip K. Dick como un escritor del absoluto, uno de los más geniales de todos los tiempos, a través de la lectura de relatos y novelas como Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? y especialmente Ubik, de la que que toma el título su ensayo. Es este libro de 1969, con personajes en tránsito entre la vida y la muerte, el que, según Carrére, convierte a Dick en un verdadero mártir (en el sentido de testigo) de la profundidad del espíritu: si la propia tradición cristiana reserva a la reducida capacidad de percepción de la realidad una función protectora de la especie humana, Dick es unos de los pocos que ha llegado a mirar al otro lado. Con el vértigo intacto en el viaje de vuelta.
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