La epopeya de Pellegrini (2-0)

Liga de campeones

Un Málaga inspirado e inteligente revierte el 1-0 de la ida y regala a La Rosaleda su noche más mágica. El gol de Isco y la expulsión forzada por Joaquín orientaron la remontada.

La epopeya de Pellegrini (2-0)
La epopeya de Pellegrini (2-0)
José L. Malo

13 de marzo 2013 - 22:31

El Málaga es grande, uno de los ocho mejores de Europa. Tiene etiqueta VIP en el selecto club de la Champions, butaca de oro en el Olimpo del fútbol. La fábrica de ilusiones decidió no cerrar por octavos, todavía tiene que decir en los cuartos de final. Brutal la hazaña de Pellegrini y los suyos, que dictaron a las musas cómo tenían que escribir la epopeya perfecta. La noche más mágica que vio La Rosaleda es una historia inenarrable. Como en las mejores canciones medievales, el Málaga mató al dragón antes de comer perdices. La princesa espera la siguiente ronda, en algún punto imaginario entre el edén y Wembley. El mundo del fútbol entero está de notario para atestiguar esta proeza, que aún está viva, que late y enamora a la vez.

No habrá un once que se recitará de memoria porque el heroísmo tiene una sucursal en cada taquilla del vestuario. Aunque el Málaga tiene su Zeus, y ese es Manuel Pellegrini. Pónganse de rodillas. No es ingeniero, es arquitecto. De sueños, de un equipo legendario, de la mejor historia de amor de este club fragmentado en pedazos de sufrimiento, ahora remendados. Él, el único entrenador de la historia en meter a dos debutantes en cuartos de la Champions, levantó este castillo de ilusión. La Rosaleda lo venera. Igual que a Toulalan, anoche el trébol de cuatro hojas del Málaga. Si Dios quiere jugar al fútbol, se enfundará el 8 a la espalda. Qué partido más inteligente del galo, que en las canas lució la experiencia, en los pulmones el pundonor y en las piernas un ejército de ladrones. El Málaga giró siempre en el sentido correcto del partido, ahora calma, ahora empujones, ahora repliegue, aferrado a la brújula del francés, quien ejerció como dique en la primera mitad, en ese tramo de suspense en que el partido se iba para el bolsillo portugués.

No iba a ser nadie el equipo sin Isco y Joaquín. No temblaron bajo el foco. Sin ser tan continuos, aparecieron como los grandes depredadores marinos, en la aparente calma soltaron sus zarpazos para conseguir los dos golpes de efecto de la noche. Primero Isco, como el día del Zenit, en un gol que compendia sus virtudes. Control orientado, toque para orientar el cuerpo y disparo seco con un meneo de cuerpo bailarín, como Beckham. Helton no la vio salir. Al borde del descanso, puyazo psicológico para lanzar la rabia por el precipicio y despertar el fútbol latente de las últimas semanas. Y con Unai Emery en la grada, quién sabe qué pasaría por su cabeza. Martin Ferguson, en una silla de Tribuna, tiró sus papeles y se puso en pie a aplaudir. Explotó Martiricos, se rompió la tela de araña alargada que empezaba en ese incordio llamado Jackson Martínez, se fue el Oporto al descanso aturdido como no lo había estado en toda la eliminatoria. Pensando en cómo tanto dominio desde Do Dragao hasta el gol de Isco se iban por el sumidero.

La otra irrupción chisposa fue la de Joaquín, que se turna el duende con Isco. En un regate de esquiador, carrera y movimiento seco, desnortó a Defour, que se fue al suelo y de ahí a la caseta. Preguntándose por dónde le había escondido el balón el del Puerto. Valió como un gol. Porque el Oporto de diez jugadores fue un globo pinchado. Entró Maicon, una estatua maciza, y se fue Varela, la rebeldía en el extremo. No había dudas: la eliminatoria era para el Málaga. El corazón igualó la renta de la ida, la cabeza debía sentenciarla. Aunque los lusos se escaparon vivos en su momento más atontado. El Málaga empezó a confundir paciencia con parsimonia. Un par de sustos de Isco al menos mantenían el pie sobre el cuello del rival.

Movió ficha otra vez Pereira, pero el giro de timón estaba en manos de Pellegrini. 74 minutos después, dijo que quería ganar el partido. Entró Santa Cruz por Baptista, fundido, ya no le salían ni los controles. Salpicado de todas las críticas que le cayeron el último mes, lo primero que hizo el paraguayo fue pegar un brinco tan grande en el córner de Isco que su cabeza atravesó la atmósfera para encontrar el firmamento. Allí halló el balón que ponía al Málaga en los cuartos. Remató con todo y con todos, con 30.000 almas que se le subieron a la chepa. Las gradas temblaron, con una frecuencia cardíaca nunca vista. Martiricos respiraba tras el ser el infierno que se precisaba para apocar al Oporto. Su labor resultó tan decisiva como cada gol. Ellos también interpretaron a la perfección la partitura del encuentro.

El final fue el que debía ser, el Oporto movido por la desesperanza, el Málaga alternando amenazas de contragolpe y una defensa certera. Cuesta elegir quién lo hizo mejor, Weligton o Jesús Gámez. Regresó el lateral que entraba en las quinielas de selección. Valiente, potente. Sublime. El brasileño marcó a Jackson con escuadra y cartabón, no le regaló un centímetro. Con Helton en el área de Caballero pitó Rizzoli. Y un lacre blanquiazul selló esta epopeya.

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