Cerrar los teatros, proteger a los súbditos
El diario de Próspero
Lo peor en lo relativo al reciente episodio del Central y el Alhambra no es la sensación de improvisación y arbitrariedad, sino la consideración del teatro como actividad prescindible
Desde los tiempos de Esquilo, los motivos para cerrar un teatro e impedir una representación teatral han sido múltiples y variados: puritanos, sanitarios, políticos, económicos, artísticos y de orden público, entre muchos otros. El año pasado vivimos el cierre de las salas a cuenta de una epidemia sanitaria, situación inédita en el último siglo que nos devolvía a los estragos de la peste en tiempos isabelinos. Durante la Guerra Civil, paradójicamente, los teatros continuaron abriendo y programando con una cierta normalidad en la mayor parte de España. Será siempre digno de recordar el episodio que narra Fernando Fernán Gómez sobre su debut en las tablas, en un Madrid en plena contienda, en El tiempo amarillo: en aquella función en la que hacía de camarero, el susodicho tenía una sola frase, “¿Solo o con gaseosa?”; y, al llegar el momento de decirla, se quedó en blanco. Poco después, aquel adolescente volvía a su casa a pie tal y como había salido, hecho un pincel, muerto de vergüenza y disuelto en lágrimas por su fracaso mientras a su alrededor se escuchaban bombas y disparos a mansalva. En su obra The dresser, el dramaturgo británico Ronald Harwood recreaba una función de Rey Lear en Londres bajo las bombas nazis. Sin embargo, cerrar un teatro resulta tremendamente sencillo: bastan el poder y la decisión de hacerlo. Sin protocolos, plazos ni planes al respecto, de un día para otro. El pasado viernes por la noche, casi de madrugada, la Consejería de Cultura anunciaba la cancelación de los espectáculos programados para el fin de semana en el Teatro Central de Sevilla y el Teatro Alhambra de Granada (El bar que se tragó a todos los españoles, producción del Centro Dramático Nacional escrita y dirigida por Alfredo Sanzol en el primer caso; y Póeticas en la sombra, de Manuela Nogales, en el segundo), ambos de titularidad autonómica. La razón, según las explicaciones apuntadas este mismo miércoles por la consejera de Cultura, Patricia del Pozo, era un informe de la Delegación de Salud que alertaba de que el aforo vendido impedía la distancia de seguridad de un metro y medio entre las butacas en ambos escenarios. En realidad, las explicaciones han sido escasas, sobre todo en el caso granadino. Y las dudas, por lo tanto, persisten.
Las dudas, tan puñeteras, son razonables si se tiene en cuenta que tanto el Alhambra como el Central han mantenido su programación adecuándose siempre a las exigencias de la Delegación de Salud y sin un solo brote de coronavirus asociado a sus actividades. Respecto a por qué un mismo modelo deja de ser válido de un día para otro cuando el nivel de alerta sanitaria es el mismo, fuentes de la propia Consejería de Cultura consultadas por este periódico admiten, de manera extraoficial, que las presiones del sector taurino sí fueron determinantes en la medida en que se optó por la cancelación de estas funciones a modo de desagravio. Pero esto, en realidad, es lo de menos. Lo más grave es que tanto el Teatro Central como el Alhambra propusieron soluciones que fueron desoídas: el aforo máximo de ochenta personas que propuso Cultura para el Central no sólo es insostenible sino que no se ajusta en modo alguno a las exigencias de las mismas autoridades sanitarias, tal y como queda demostrado en el resto de teatros de Sevilla y Andalucía. Porque lo cierto es que las soluciones propuestas por los teatros eran válidas, respondían con eficacia a la crisis al corresponder a niveles de contagio mucho mayores que los actuales y habrían permitido salvar las funciones. En la pasada edición del Festival de Teatro de Málaga, en enero, y ante el avance brutal de la pandemia, el Teatro Cervantes se encontró con que tenía que reducir el aforo de cuatrocientas personas a doscientas y adelantar las funciones de las 18:00 a las 16:00 de un día para otro, lo que afectaba de lleno a la función programada de Jauría, el espectáculo de Kamikaze. Pues bien, en menos de veinticuatro horas se procedió a devolver todas las entradas adquiridas y a volver a sacarlas a la venta. Y el público respondió llenando el aforo máximo permitido. Justo en esta línea iban las opciones propuestas por el Alhambra y el Central. Pero parece que había súbditos más importantes a los que proteger y satisfacer.
Más allá de la vergüenza y de la sensación de arbitrariedad en una cuestión tan delicada, lo más amargo es el mensaje emitido claramente por la administración pública: el teatro es una actividad prescindible que se puede cancelar a placer. Hasta Cromwell debe suspirar de alivio en alguna parte.
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