Soluciones simplistas ante problemas complejos
ES lamentable que en ocasiones se adopten decisiones públicas más del estilo “esto lo arreglaba yo en diez minutos” que resultantes de una comprensión profunda del asunto sobre el que se pretende regular y de las consecuencias –las efectivas y las indeseadas– de la decisión. No es exclusivo de nuestro país, pero los casos se van acumulando. Con frecuencia, decisiones regulatorias de calado no producen más resultado efectivo que su anuncio público y unos cuantos días de titulares favorables. Pero, claro, cuando comienzan a verse los resultados se hace patente la diferencia entre lo anunciado y lo conseguido. Sobre todo, cuando se había exagerado el beneficio para los ciudadanos de la nueva disposición.
Así ha sucedido con la limitación de los precios del alquiler de viviendas, por ejemplo, allí donde se ha establecido. Voces autorizadas habían advertido que tal limitación conduce a una inevitable reducción de la oferta. Una advertencia que no sólo se basa en un análisis económico, sino y sobre todo en la experiencia previa. Valga recordar que no ha funcionado en Berlín y tampoco en Nueva York, cuando estuvo vigente. En esta ciudad se produjo una degradación de barrios enteros –los ingresos por alquiler no compensaban los costes de mantenimiento de los edificios– y los alquileres en algunas zonas eran ridículamente bajos en relación con el valor del edificio y el lugar en el que este se encontraba. Fue el caso de viviendas en Central Park, por ejemplo. Que esta medida no funciona fue comprendido incluso por el gobierno de Vietnam tras la unificación. Recuerdo haber leído las palabras de uno de sus ministros: “Hanói no fue destruida por los bombardeos, la destruimos nosotros con el control de los alquileres.
Se suponía que la Ley de la cadena alimentaria habría de dar solución a las quejas de los agricultores por el precio al que algunos de ellos se ven obligados a vender su producción, insuficientes para cubrir sus costes de producción. Se ha establecido la prohibición de la venta a pérdidas, pero uno de los resultados que se están produciendo es que se falsea el coste de producción declarado en el documento correspondiente, con el fin de realizar la venta, aunque sea a pérdidas. En el pasado ya habían existido en nuestro país incluso controles de precios de algunos productos alimentarios y en cada paso de la cadena: el escandallo del pan, llegando incluso a ser obligatoria la entrega de la producción a los organismos designados por el Estado, tal como sucedía con el trigo, por ejemplo. La realidad es que esas comparaciones del precio de un kilo de tomates en el campo y en el supermercado son completamente absurdas, aunque el populismo que ha obligado a establecer la mencionada Ley se las crea. No es posible comparar esos precios sin tener en consideración no sólo los costes de los restantes eslabones de la cadena, sino también el coste de oportunidad del comprador final. Su alternativa sería desplazarse hasta el lugar de producción y adquirir directamente la mercancía, lo cual tiene, obviamente, un coste elevado debido al gasto y al tiempo empleados en el desplazamiento. Y téngase en cuenta una cosa: lo difícil no es producir, sino vender.
A veces los gobiernos creen que para resolver un problema es bastante con que un ministerio tenga un nombre que se corresponda con la acción para solucionarlo. Así sucede, por ejemplo, con el “Reto Demográfico”, que a la vista de los nacidos en España en 2021 –menos de 340.000 personas– parece un absoluto fracaso. Pero ¡ah!, el reto no era la natalidad, lo cual requiere políticas de familia y esto no está de moda, sino la despoblación de una parte del territorio, lo que se conoce como la España vaciada a resultas del título del libro La España vacía (Sergio del Molino, Ed. Turner 2016). Pero este asunto ya se señalaba como un problema a principios de los años 80 y parece que no tiene solución, no sólo porque muchos de los pueblos (y algunas capitales, incluso) no puedan ofrecer las ventajas de las economías de aglomeración que caracterizan a las ciudades, y que son la causa del continuo crecimiento del porcentaje de población urbana en todo el mundo. También se debe este despoblamiento a que esos pueblos han perdido su funcionalidad económica como mercado o por su proximidad al agro, por ejemplo. Esto no se puede reemplazar ni con los neorurales, que son menos de los que parece, ni con fibra óptica. No es posible ofrecer los mismos servicios públicos (sanidad o educación) con independencia del tamaño de la población y quizá pudiera servir de algo una mejora de las comunicaciones ferroviarias o por carretera. Quizá hubiese que aplicar en esas zonas el modelo de Campomanes y Olavide (Las nuevas poblaciones de Andalucía y Sierra Morena), y contratar a algún nuevo Thürriegel para que se ocupe de atraer a los pobladores, pero no estoy muy seguro de que funcionase.
También el asunto de la energía ha tenido una denominación ministerial: la Transición Energética (ahora Ecológica, tengo entendido). Se han aplicado sendas soluciones al aumento de los precios de los combustibles y de la electricidad que son el perfecto ejemplo de soluciones simplistas (y populistas) ante un problema muy complejo. Y, claro, no funcionan tal como se había anunciado, pero sí como se esperaba por parte de quienes entienden de estos asuntos. Tengo para mí que la Comisión Europea nos ha autorizado la “isla energética” una vez que sus servicios calcularon el impacto real que podría tener la disposición de establecer un ajuste que no es un tope sino un descuento de 40 euros en el precio del gas destinado a la generación eléctrica y en relación con el precio determinado en el Mercado Ibérico del Gas para el día siguiente (Art. 3 RD-ley 10/2022). Y, claro está, el precio del gas no responde ni a los deseos ni a la voluntad de ningún gobierno. En cuanto a la bonificación en el precio de los combustibles, ya hemos visto que ha quedado anulada por el aumento del precio de la gasolina y el gasoil en los mercados internacionales. Lo peor es que la Agencia Internacional de la Energía, en su primera previsión para 2023, publicada hace unos días, cree que el consumo de petróleo va a seguir aumentando (a causa del aumento del consumo en los países en desarrollo), de forma que no cabe esperar que los precios ser reduzcan. Pero esto tendría que alegrar a los ecologistas: el consumo de combustibles de automoción es muy inelástico en relación con el precio, al menos hasta ahora. Quizá con precios más elevados se reduzca el consumo, que es por lo que vienen abogando desde los años ochenta.
Finalmente, esperemos que la necesaria reforma del sistema de fijación de precios en el mercado eléctrico mayorista, que ha de hacerse para toda la UE, no sea inspirada por España. Los calificativos que nuestro presidente ha dedicado a este mercado: “trasnochado e injusto” indican a las claras que propondríamos alguna simpleza, según es costumbre en su Gobierno.
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