Pedro Sánchez: Houdini era un aficionado

Si yo fuese presidente

Si Pedro Sánchez planificase su Presidencia del Gobierno como hizo con su vida en 2012, sería un buen mandatario

Pedro Sánchez. / Ilustración: Rosell
Juan Manuel Marqués Perales

21 de abril 2019 - 20:21

Si Pedro Sánchez planificase su Presidencia del Gobierno como hizo con su vida en 2012, sería un buen mandatario. El candidato socialista ha estado varias veces a la sombra. En 2012 se quedó colgado de una lista y fue entonces cuando comenzó a planificar cómo llegar a ser presidente del Gobierno de España. Idiomas, una tesis doctoral, un grupo de leales, un buen cuerpo, paciencia y resistencia. Susana Díaz le sirvió en bandeja la secretaría general, lo echaron, volvió a la oficina del paro, regresó a la carretera, ganó de nuevo Ferraz y el 1 de junio pasado derrotó a Mariano Rajoy en una moción de censura. A sus 47 años cumplió con su hoja de ruta, pocas personas pueden decir eso, estaría bien que volviese a reflexionar, porque ahora Pedro Sánchez es mejor candidato que en2015 y 2016: cuenta con nueve meses de experiencia como presidente del Gobierno.

Pedro Sánchez conoce ahora a los mandatarios de la Unión Europa, sabe cuáles son las tripas del Brexit y ha viajado casi tanto por el mundo como Mariano Rajoy en sus dos mandatos. Ha formado gobiernos y ha tenido que aguantar la dimisión de varios ministros. Y sabe cómo se las gastan en España los tipos que beben de las alcantarillas, porque él también estuvo en el objetivo.

Le gusta el poder, si algo ha sorprendido es que su estancia en Moncloa no ha sido lo suave que debía ser la estancia de un presidente llegado mediante una moción de censura: ha nombrado todos los cargos que ha podido y se mueve con el aparataje de un presidente. Lo del Falcon no es una anécdota.

Pedro Sánchez. / Ilustración: Rosell

Sin embargo, hubo un tiempo en que a Pedro El Guapo le aplaudían en los restaurantes cuando entraba, en España encantan los perdedores y antes de ser presidente, cuando le echaron de Ferraz, pasó por ser uno de los grandes heterodoxos de la izquierda española. El anterior presidente de Telefónica, el del Santander, el de Endesa y los grandes editores apostaron por Susana Díaz, como el anterior monarca, y eso fue lo que no gustó a la militancia socialista. Pedro también fue uno de los indignados, a pesar de que, por biografía, no pasa de ser un socialdemócrata, diría que hasta liberal, pero capaz de escapar como Houdini de las situaciones más complicadas. No sólo Pablo Iglesias le apoyó después de que también quisiera pactar con Albert Rivera, es que en su moción le respaldaron ERC, el partido de Waterloo y hasta Bildu. Y créanlo, si pudiese, se aliaría con Ciudadanos, aunque las relaciones con Rivera son sólo un poco mejores que las que mantiene con Susana Díaz.

En estos meses de Gobierno, Sánchez ha aprendido una lección muy importante para mantener la estabilidad como presidente: sabe qué es el grano y ni mira a la paja. Cuando la dirección del PSOE andaluz se enfrascó en una batalla absurda por imponerle unos nombres en las listas, contestó: “¿Y esto a quién le importa?”

Efectivamente, a nadie. Susana Díaz ya había perdido su batalla final y no estaba en condiciones de imponerle unos cuantos nombres, así que no le dedicó más de un minuto al asunto. Sus dos hombres en el partido, Santos Cerdán y José Luis Ábalos, liquidaron ese asunto que a pocos le importa.

Sánchez no es menos ambicioso que Rivera o que Pablo Casado, ni ha dejado más cadáveres políticos que ellos en su ascensión, pero ha planificado mejor, ha tenido más suerte e iba situado en un automóvil mejor, más viejo y abollado, pero mejor: el PSOE. Cuando Sánchez logró el liderazgo socialista, Podemos y Ciudadanos amenazaban con el adelantamiento, este riesgo ya está conjurado.

Todo presidente tiene el derecho a equivocarse una vez en el conflicto catalán. Pero sólo una vez. Aznar le entregó a Jordi Pujol lo que quiso en el Majestic, Zapatero creó el conflicto del siglo para cerrar un problema histórico y Mariano Rajoy no impidió el referéndum que nunca se iba a celebrar. Tiene el derecho, porque todo presidente estaría obligado a resolver el asunto catalán, pero si no es posible debería aplicar la lección de Felipe en su relación con los nacionalistas: dadle algo de cuerda, pero no más.

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