Un espejo en el que mirarse
AL conocer la noticia del fallecimiento de Adolfo Suárez, a pesar de su prematura retirada voluntaria de la vida pública, convertida en forzosa por razón de su enfermedad, no podemos evitar la sensación de que España ha perdido un político excepcional, uno de esos seres que influyen de manera decisiva en la historia de su país, determinando en ella un cambio de rumbo absolutamente positivo. Pero en mi caso y en el de los que colaboramos estrechamente en su proyecto, y con ese motivo tuvimos la oportunidad de conocerle de forma personal y cercana, a este sentimiento de privación se añade inevitablemente el pesar por la desaparición de una persona dotada de grandes cualidades humanas, que se superponían a sus virtudes políticas y las potenciaban.
En lo que a mí se refiere, de mis contactos personales con él guardo un recuerdo imborrable, en el que destaca su capacidad para contagiar la ilusión por su proyecto para España y su habilidad dialéctica, que brillaba especialmente en las distancias cortas. En alguna ocasión me sorprendió interesándose amablemente por asuntos relativos a mi familia que había conocido tiempo antes. Más adelante he tenido la oportunidad de tratar a su hijo Adolfo Suárez Illana, apreciando en él cualidades personales y políticas heredadas de su padre.
Aunque queda muy atrás mi paso por la política como senador por UCD en representación de la provincia de Huelva, he sido testigo durante más de treinta y cinco años de la evolución sociopolítica de España desde la atalaya del mundo de las finanzas y del cooperativismo agrario. Y más aún en estos últimos años de profunda crisis de la economía, pero también de los valores y de la ejemplaridad en la buena gobernanza, he echado en falta a figuras del talante, la generosidad y sobre todo, la personalidad que Adolfo Suárez, como presidente del Gobierno, aportó a la difícil transición política de nuestro país. Adolfo Suárez fue siempre, desde que el Rey le eligió para liderar la transición hacia la democracia, un hombre de Estado. Un gobernante al servicio del bien común. Lo podemos acreditar quienes estuvimos a su lado, como miembros de un partido político que nació y murió para trazar el puente entre el régimen que se autoliquidó aprobando una Ley de la Reforma Política, que sólo un hombre surgido del propio sistema vigente, como Adolfo Suárez, podía sacar adelante para instaurar un nuevo orden constitucional que poco después sería aprobado en referéndum.
La historia contemporánea de España tiene ya unos importantes capítulos dedicados a la transición política en unos años difíciles en los que, por añadidura, también se tuvo que afrontar una crisis económica. Una crisis a la que todos los interlocutores políticos, sociales y económicos respondieron con la firma de los Pactos de La Moncloa, que resultaron claves para que en la década de los 80 España fuera afrontando los problemas económicos, pero también nuestra entrada en la OTAN y en la Unión Europea; para convertirla, en definitiva, en un país plenamente integrado en Occidente, objetivo que estaba en las mentes de muchos como algo que rozaba la utopía. Adolfo Suárez, por ello, no sólo se puede quedar en las páginas de nuestra historia como el hombre de la transición; sino que fue el arquitecto que diseñó y estableció, al frente de la Unión de Centro Democrático, las bases de la España que ha servido de ejemplo luego para otros países del mundo.
Por eso he querido titular esta semblanza como El espejo en que mirarse. En los últimos tiempos hemos deseado muchos que aflorara nuevamente el espíritu y el talante de Adolfo Suárez, para establecer puentes entre posiciones excesivamente partidistas y sectarias. Sin embargo, la inadmisible falta de diálogo político efectivo en los momentos críticos que atraviesa el país contrasta lamentablemente con aquel espíritu. Considero que la propia evolución sociológica y las necesidades vitales de muchas familias obligarán a cambios en la forma de gobernar las instituciones, y también a una revisión severa de muchas actitudes que están alejando cada día más, como señalan las encuestas, a los ciudadanos de la clase política. Tienen que volver los hombres de Estado, los que surgieron en aquellos momentos trascendentales de nuestra etapa predemocrática, a la llamada del presidente Suárez, para inventar de la noche a la mañana un partido político sobre el que se pudiera sostener la democracia vitalista emanada de la España constitucional. Si durante estos años no hemos podido disfrutar de sus consejos como estadista, por la penosa enfermedad que le ha hecho olvidar su propia vida, somos muchos los españoles de la transición los que seguimos viendo en su trayectoria el ejemplo en que la nueva clase gobernante de España tendrá que mirarse para que la política vuelva a ser valorada como una dedicación al servicio del bien común, de la ciudadanía, de sus instituciones. En definitiva, al servicio de España.
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