Feria de Málaga: 'Calma' antes de la gran tempestad en el Centro
El día se salda con una afluencia un punto más baja y menos alcohol derramado por las gargantas
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Málaga/Camino al Centro, un hombre entrado en la sesentena, gafas polarizadas de color azul cubriéndole medio rostro, me da palique en el autobús: que si dónde para ésto, que si queda muy lejos de la Alameda, que si tal y que si cual. La conversación, al final, se alarga lo que dura el trayecto. Repasa, ante la atenta escucha de este cronista de incógnito, sus éxitos pasados: desde sus tiempos aventureros de la mili hasta la hipoteca que contrató (dios mío) a cinco años en su época moza, pasando además, muestra del designio de las fechas, por la Feria. “Iba antes con mis amigos, cuando era joven, pero ya no me atrae. Tiene que ser un suicidio: ahora todo el mundo va a lo que va”. Las puertas, aún con la cosa inconclusa, se abren y su camisa verde se difumina entre el gentío.
Quizá, como comentaba este hombre, fruto de los estragos causados al cuerpo por tanto cerveceo y pirriaque, ese fue el motivo para que la jornada arrancase al tran tran, con un deambular de los más madrugadores, grupo en que se encontraba una señora que paseaba a un can lanudo que observaba a los viandantes con indiferencia (el perro, la señora pegaba la hebra con otra plácidamente), pero también con la presencia de los más trasnochados, que vagaban por allí sabrían ellos con qué rumbo.
Se colaron en la imagen varios disfrazados de esos que ponen la gorra para que les echen unas monedas. Y, al tiempo que observaba a uno vestido de minero, me salía al paso un individuo de mirada adulterada, sombrero de paja coronándole la testa, que me endosó dos bolígrafos en la mano, obligándome a donar para no sé qué fin que eludió mencionar hábilmente pese a ir como una cuba y, mientras intentaba despacharlo, algo que no logré sin pagar un par de euros (maldita sea, llevaba lo justo para la recarga del bonobús), me mostraba unos billetes e inquiría: “Tío, que la gente da más, mira, mira”. Se lo imaginarán: ninguno de los bolis funciona.
A las dos de la tarde, el Centro lucía ya sus colores, aunque sin más taponamientos que los generados al comienzo de las calles Sancha de Lara y Strachan desde Larios a causa de dos pandas de verdiales que se instalaron allí. Sólo las actuaciones de Encarni Navarro, plato fuerte donde los haya, y la animación de música variada en la casi vecina plaza de las Flores lograron movilizar a una masa entregada al disfrute máximo. El concierto de Mr. Proper, si bien estuvo animado, sufrió al principio un retraso considerable, como los Estopa el día del piñazo con el Seat Panda (desconozco si por el mismo motivo, pero sería poético), y al público no le quedó más remedio que dispersarse para hacer más amena la espera.
El plan b, al menos para dos señoras, se sustentó en echar pestes del marido de una, que, al parecer, le deja a diario “el romy lleno de dedos”, y eso no puede ser, hombre de dios, que tampoco es tan trabajoso darle una pasadita al espejo tras el afeitado de la mañana o lo que surja; mientras, una joven, muy pinturera, con sus mejillas irradiando coloretes, decidió pasar por Parfois y darse un capricho, que un día es un día y pelillos a la mar.
Ante los acontecimientos, tampoco resultaba mala idea pasarse por algún restaurante a reponer fuerzas, aprovechando que la probabilidad de encontrar un sitio libre, por una vez, no era demasiado baja. Opinión que compartía una chica de unos veinte años que, parada a las puertas de la farmacia de la calle Martínez y visiblemente afectada por los influjos de Baco, decía a su grupo de amigas: “Oye, yo tengo que echarle algo al buche, ¿eh?”. Podría haberlo soltado más fino, no cabe duda, pero no más claro. No debieron de tener tanta hambre dos chicas normandas que, en doble ofensa a sus antepasados vikingos y a la costumbre española de comer a las 14:00, daban cuenta de una ensalada en la terraza de Los Marangos cerca de las 18:00.
El resto, como de costumbre, quedó en manos de los destilados, que llevaban todo el día aguardando su victoria segura, que se hizo imagen a través de una oleada de fraternidad desmedida con abrazos, achuchones y besos entre parejas ya establecidas, recién creadas y de un solo uso; así como selfies en común que mañana, a todas luces, serán convenientemente borrados.
En la calle Beatas, un joven con una guitarra bajo el brazo se batía en retirada en compañía de un amigo, indicativo de que la jarana, poco a poco, iba entrando en declive por la zona norte. Aunque todavía quedaba tiempo para el desfase en la calle Granada, lugar en que un grupo de mujeres, alpisteladas hacía rato y con más de treinta primaveras en su historial, se apiñaba en torno a un carrito de bebé para entonar un cumpleaños feliz un tanto particular, repiqueteo de abanicos incluido.
El espectáculo, por fortuna, no resultó audible ni visible más allá de unos metros, pero quizá sí pudieron intuirlo desde la portada, donde una charanga, siguiendo el espíritu de estas buenas señoras, se afanaba a fuerza de golpes a la percusión y tremendos pitidos a destiempo en destrozar el Quédate de Quevedo, captando la atención del público. No debían de tener otra cosa mejor que hacer.
En síntesis, la jornada de Feria en el Centro Histórico volvió a transcurrir con relativa tranquilidad, una afluencia un punto más baja y menos alcohol derramado por las gargantas. Pero no desesperen, que aún queda fiesta por delante, y este martes no es laborable.
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