Feria de Málaga: El Real, quintaesencia de la alegría
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Málaga/Patricia acaba de pisar por primera vez este año la Feria de día del Real. Y no desperdicia la oportunidad: lleva un vestido de flamenca repleto de volantes, un estampado de lunares que combina hasta con el abanico y, por supuesto, una gran flor roja en el pelo. Aunque lo que más le luce, claro, es la sonrisa. No la perdería en toda la tarde.
Siempre prefirió este emplazamiento porque es una gran amante de los caballos. Su plan pasó por ver los enganches con su novio, Roberto, para después comer algo y echar el resto en alguna caseta. “Hoy no tenemos hora de vuelta, así que hasta que el cuerpo nos aguante”, comentaba medio en broma, medio en serio.
Igual que esta pareja, fueron muchos los que acudieron al recinto ferial, una explanada reconvertida en pequeña urbe, con sus locales decorados con mimo, sus árboles dispuestos en fila india y sus correspondientes caballistas yendo y viniendo. Así, el Real se reivindicaba ya desde el mediodía como una alternativa a tener en cuenta, acogiendo una cantidad de visitantes nada desdeñable que iría en aumento conforme al avance de las agujas del reloj.
Contribuirían a la causa los que, siguiendo la costumbre, rescataron sus prendas tradicionales del armario o pasaron por su tienda de confianza para hacerse con ellas. Bajo esta premisa desfilaron los cocheros que, ataviados con traje corto, chaqueta clara u oscura (eso va al gusto) y sombrero cordobés, guiaban a los animales por el lugar portando un atuendo impoluto. Aunque también hubo quienes, en una muestra de casticismo, prefirieron portar el traje de bandolero, al más puro estilo de los forajidos de antaño. Uno de ellos, acaso el más caballeroso de los avistados, se afanó en que una de las mujeres a las que paseaba no pasase calor, deteniendo la marcha en una sombra y facilitando su bajada tras tenderle la mano. Arrojando una imagen que sólo se ve en ocasiones como ésta y que contribuye a mantener su quintaesencia.
Tampoco faltó a la cita la serie de personajes habituales en eventos del estilo, que no por ese motivo dejan de ser peculiares, como la señora que vende lotería de Navidad a pleno sol o el vendedor ambulante de flores en el pelo que (pobre) no encontraba clientes ni en los que iban haciendo eses y andaba ya con la cabeza agachada y arrastrando las chanclas.
El ambiente era total y, tras un turno de comidas que debió ser de aúpa en los fogones, al menos por lo que indicaba la cara de un cocinero que, con el mandil repleto de manchas cubriéndole la panza, salía a fumar un cigarrillo por primera vez a las cinco de la tarde. Y es que en ese momento la afluencia constituía ya un completo 'boom', repitiendo el éxito de la pasada edición. Sin embargo, si por algo destacó esta jornada, fue por la alegría que destiló, con risas y buen rollo en cada grupo de amigos.
Ni siquiera el calor pudo con la alegría, en parte porque también para eso había soluciones, cosa distinta es que todas resultasen legales: hubo quien, pese al vallado, metió las manos en la noria de agua que ornamenta una de las calles del recinto para después pasárselas por la nuca y evitar achicharramientos innecesarios; otros, optaron por poner la cabeza bajo una de las fuentes que hay junto a El Rengue y, por último, hubo un grupo algo más rácano que, sin entrar en ningún sitio ni pagar nada, se aprovechó de un ventilador con dispensador de agua incorporado que emitía un fresquito muy agradable a través de una puerta (me declaro culpable, señoría).
De esta forma, las casetas, remansos de música y alegría climatizados, se llenaron de personas con ganas de disfrutar en familia y, sobre todo, de bailar hasta que los pies doliesen. Desde fuera, las canciones de los locales más discotequeros se solapaban por completo, siendo necesario pegar la oreja a la entrada para saber con certeza qué ambiente había del otro lado.
En Malafama, los jóvenes estallaban en irredento frenesí al ritmo de esa cancioncilla que dice "todos los días sale el sol, chipirón" (qué cosas), mientras que al otro extremo del Real, en Er Salero, los menos jóvenes se encontraban a gusto al ritmo del Aserejé de las Ketchup. No muy lejos, un doble de Mario Vaquerizo (lo juro) que iba caminando tranquilamente sufría un cuelgue brutal y empezaba a moverse como si su alma estuviese poseída por el mismísimo Belcebú, provocando una nube de curiosos alrededor. El portero más cercano, a risa limpia, lo jaleaba al tiempo que grababa con el móvil. A pocos metros de allí (¡todo junto!), una relaciones públicas maldecía en dialecto local el tute que llevaba con un "ojú, que pechá de Feria".
Visto lo visto, no parece una mala idea dejarse caer por el Real alguno de los seis días que restan: ya sean ustedes del gusto de Patricia o del Vaquerizo de pega. Lo malo, ay, es que les toque trabajar como al cocinero.
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