Un día en el jardín de las delicias
Feria de Málaga
Excesivo, paradójico, cruento, árido, masivo, entrañable, tradicional, largo y ruidoso, el primer sábado de Feria fue un monumento mayor al contraste
Málaga/SON poco más de las cuatro de la tarde y El Vena sube por Lagunillas con un compadre. Los dos cuentan el parné recaudado durante la jornada. “Ha ido bien, hay mucha gente”, me cuenta. Tiene razón: en las terrazas de la Plaza de la Merced no hay un sitio libre. Incluso bajo las sombrillas, el calor aplastante no perdona: un turista alemán, orondo como un Falstaff al que se le hubiera caído el pelo, se mete entre pecho y espalda una paella mixta a esta hora con la ayuda de un tanque de cerveza y suda como si acabara de construir el sólito la pirámide de Keops. En el escenario acostumbrado, el grupo Money Makers pone al personal a cien con una depurada versión de Stairway to Heaven. Dos tipos sin camiseta circulan a bordo de sus patinetes a una velocidad cuanto menos imprudente y enfilan por la calle Victoria. El segundo le suelta un mensaje obsceno a una chica que se limitaba a pasar por allí antes de dar la vuelta a la esquina y el otro pagafantas responde con risotadas consecuentes. Hay mujeres con peinetas que buscan un hueco en la sombra para abrir la última de Cartojal, canis de medio pelo que se ríen de cualquier cosa con vergüenza adolescente y abuelos que han venido a la Feria con nietos que duermen como marmotas en sus carritos anatómicos. Como en una novela de Philip K. Dick, al llegar a la calle Granada da la impresión de que han cambiado este mundo por una imitación dudosa, o que tal vez es uno el que ha sido sustituido y no acaba de hallarse en el ecosistema. Bajo el mismo sol se extiende una muchedumbre que come, bebe, devora, baila, distrae la borrachera como puede, duerme o pierde el control. La fuente de la Plaza de la Judería hace las veces de lavabo público, aunque por ahora los usuarios se limitan a refrescarse como buenamente pueden vertiendo agua sobre sus cabezas mientras se las apañan para no derramar el rebujito, en una suerte de blasfema adaptación del bautismo. Cuatro hombretones cubiertos con lo justo para lucir sus músculos y sus tatuajes, con caras de pocos amigos, hechuras de Increíble Hulk y barbas de haberle dado por lo menos dos vueltas al Aullido de Ginsberg se abren paso sin mucha dificultad en la Plaza de Jesús Castellanos, dado el respeto que infunden entre los feriantes, por muy aguda que sea la melopea inferida. De repente, uno de ellos se echa la mano al bolsillo y se para en seco. Los otros hacen lo propio, al unísono, en una meritoria interpretación de Terminator. “Mierda”, dice el susodicho. “¿Qué pasa?”, responde uno de sus fieles. “Se me han caído las llaves de la moto”. “Pues a ver quién las encuentra ahora”, responde un tercero con la misma mala uva. Comienza enseguida una bizarra exploración por el entorno circundante a la que se apunta una señora de melena cana, vestida de gitana con lunares verdes, abanico amarillo en el escote y más ganas de cachondeo que Nerón con un caja de cerillas: “Ustedes no preocuparse que aparecen seguro”. Y allí acude la buena mujer a agacharse mientras a su alrededor los millenials de polo bien planchado siguen bailando a sus anchas. Falsa alarma: las llaves de la moto estaban en otro bolsillo.
Pasa una pandilla de mequetrefes en plena despedida de soltero. Sus camisetas pregonan una patética insatisfacción relacionada con el sexo y el alcohol, y de hecho tampoco, a tenor de su gesto, parecen estar pasándoselo en grande. Alguien se queja de que en una caseta le han clavado seis euros por un tinto de verano. Aquí al lado, en Alcazabilla, la Feria Mágica ha terminado ya y hay quien utiliza las instalaciones para guarecerse del sol. Los jardines del Museo Picasso ofrecen el solaz perfecto a una expedición de hippies que parecen llegados en excursión desde Órgiva y que duermen, beben cerveza, tocan la guitarra o juegan con sus perros tumbados en el suelo. Hay puestos de artesanía y titiriteros que siguen con su espectáculo para alegría de algunos niños espabilados. La Feria de Málaga es justamente ese sitio en el que puedes encontrarte lo mismo a Carmen Calvo vestida con una camiseta que reproduce el Guernica que al guiri pasado de rosca que intenta seguir el compás de las sevillanas que suenan en El Jardín, junto a la Catedral, vestido únicamente con algo parecido a un pañal y un sombrerito de paja. A cinco metros, tres puritos observan el espectáculo vestidos con sus camisas abrochadas hasta el puño y empapadas de alcohol y sudor, bermudas de fantasía y náuticos a juego, como si miraran a una jirafa en un zoológico. Una rondalla prolonga el baile por sevillanas hasta cortar el paso por Santa María: las mujeres mueven sus brazos al compás, tocan los tamboriles, ríen y dan palmas. Parece que en algún momento los hombres perdieron el norte o decidieron preocuparse por cosas más importantes. Bingo: un señor airado, de guayabera abierta, gorrito de pescador y aspecto de no llevar demasiado bien la jubilación discute a voces con un camarero en un bar cuyo propietario ha decidido poner en la televisión el partido del Madrid y luego, cuando acabe, si aún sigue, el del Málaga. No es el único: la escena se repite en varios establecimientos, pero dada la ingente afluencia mesetaria que llena mesas y terrazas tampoco hay que ser un lince para advertir cuál va a ser el caballo ganador. En la Plaza del Obispo, los Mr. Proper ponen a saltar y cantar al personal con Carolina, jaleada como si llevaran un año esperándola. Las pandas de verdiales vienen de retirada de la calle Larios: hay guitarras en los hombros, sombreros con sus lazos llevados en las manos, rostros surcados de arrugas que expresan cansancio y satisfacción. Un joven lleva una enseña nacional que ha ondeado durante horas como si le hubiese ido la vida en ello. Ahora parece que va a crucificarse en el mástil. No hay peligro: no hay ladrillos a mano.
En las redes circula un vídeo de un menda que orina en la esquina de la calle Hinojosa y que, al ser increpado por un vecino, responde: “Es la Feria, es lo que hay”. Parece, en todo caso, un diagnóstico certero. Como cada tarde, una vez que termina la música, el centro despliega su proverbial decadencia, igual que un golpe de Estado que impusiera el mal gusto. Las bolsas traídas repletas de priva y vasos de plástico desde los más insospechados badulaques se distribuyen sin problemas y sin hacer ascos a la calle Larios. En la Plaza de la Constitución, donde todavía cae el sol, los oficiantes se apretujan en las lindes donde impera la sombra con tal de ahorrarse unos grados centígrados. Otros tres jinetes vienen por Puerta del Mar con sus patinetes a una velocidad a todas luces improcedente. Parecen competir como si estuvieran en el Circuito de Jerez sin importarles mucho que el centro siga atestado. En algún trance debieron dejarse las camisetas en cierta barra poco saludable, pero esto es lo de menos: entran como una exhalación por Martínez, burlan sin demasiados problemas el dispositivo de la Policía Nacional y prosiguen por Sancha de Lara sin bajar la marcha y sin que nadie diga esta boca es mía. En la puerta del Hotel Molina Lario un grupo de palmeros, titánico, entre cuyos miembros abundan las dosis de gomina y las copas de balón, continúa su implacable tres por cuatro como si viajasen en galeras mientras una pareja baila para admiración de un improvisado corrillo que aplaude conmovido. Para muchos empeñados en seguir la fiesta no hay nada parecido a un toque de queda, pero buena parte de la feligresía ha decidido poner tierra de por medio. Muchos buscan nuevos estímulos en el Muelle Uno y toman las de Villadiego vía Plaza de la Marina; otros, en cambio, barajan las posibilidades para ir al Real y seguir allí la jarana (por cierto, los coches de Uber no están dando abasto esta Feria). Un cincuentón que parece estar celebrando su tercer divorcio, de azul inmaculado y empastes de filigrana, pide tiempo a su comitiva con acento de Castellón para subir al hotel y darse una ducha; los más intrépidos, sin embargo, se contentan con un shawarma en la Alameda y vamos que nos vamos. Entre quienes se quedan, la decadencia prolonga sus efectos como si Alan Sillitoe lo estuviera contando en alguna parte. Que sólo es sábado, maldita sea.
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