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Crónica
Málaga/Una pareja no puede esperar a que el autobús llegue a su destino. Se bajan las mascarillas y se besan sin pudor en sus asientos del colectivo. Van para la Feria del centro, lo delata la flor azul en su pelo. Son las cuatro y media de la tarde y está claro que los tiernos enamorados, que no dejan de hacerse caricias, no tienen plan de regresar en hora y media.
A las 18:00, cuando corten la música, volverán a hacer gala de desobediencia. Les importará un carajo que corten la música y, más aún, que entren los equipos de limpieza para intentar poner fin a la juerga con el propósito de favorecer la otra vida que deben de tener estas calles. La que pertenece a los escasísimos residentes, la de los paseantes que prefieren caminar sin refregarse con el sudor ajeno, ni pisar charcos de cerveza y vino revueltos con meado y otras lindezas.
No obstante, es martes, cuarto día de feria y primero laborable si no se cuenta el sábado. Así que la afluencia es mucho menor. Con un calor sofocante que tampoco ayuda, la calle Larios se recorría sin problemas poco después de las cinco de la tarde. Una panda de verdiales la llenaba de sonidos tradicionales mientras otra agitaba platillos, pandereta y castañuelas en Strachan. Si nos quedásemos ahí, en este punto, en este momento, la Feria, con sus trajes de volantes y su folclore más propio, sería el reflejo fiel de su esencia.
Para otro tipo de público, porque en esta fiesta caben todos, también hay lugar en los conciertos de las plazas. La de Las Flores estaba llena, pero mucho más La Constitución. Ahí la cosa se complicaba, ahí es donde se encontraba todo el meollo, sin duda. Botellas de Cartojal y restos de vasitos rosa servían de alfombra para unas pisadas crujientes que mejor no hacer con sandalias. Había que ir sorteando obstáculos y los rayos directos del sol, absolutamente insoportables. La gente, acoplada y muy divertida, cantaba y bailaba sin querer mirar el reloj. En pocos minutos se acabaría la música.
En la calle Granada regresaba cierta calma, había mucha gente pero en un fluir constante que dejaba moverse. Las relaciones públicas de los bares de Calderería y Carbón seguían captando a clientes para sus locales y una chirigota gaditana hacía las delicias del público en el callejón Capitán, junto a la Taberna Mitjana.
Ni en la plaza Mitjana ni en Uncibay se escuchaba música ni se bailaba en la calle, salvo formaciones espontáneas que, cajón flamenco, palmas y caña en mano, cantaban por sevillanas. En Sanchez Pastor la marcha estaba dentro de la Taberna El Mentidero, un buen rollo que se escapaba por la puerta pero que no llegaba a contagiar la calle.
Minutos antes de las seis de la tarde ya no se escuchaban canciones en los altavoces de la Constitución, pero ponían el tono los grupos de jóvenes, vestidos con camisas estampadas, con los botones abiertos, luciendo pecho depilado y visiblemente afectados por el alcohol.
Cantaban, saltaban y bailaban como si con ellos no fuese la cosa esa de tener que ir pensando en retirarse. Los gritos de algunos hacían ver que se lo estaban pasando tan bien que no importaba lo que sonara, ellos mismos eran capaces de poner su propia banda sonora.
Cada hueco de sombra estaba ocupado, pero la plaza empezó poco a poco a vaciarse. No era la intención de los que acababan de abrir su bolsa de hielo para servirse el cubata. Para otros se iniciaba el periplo, el de buscar bares de copas para seguir la fiesta. La Policía Local se dejaba ver, aunque todavía era pronto para desalojar. "Vamos a movernos algo, ¿no?", preguntaba a sus amigos. Sin música, la calle empieza a perder su gracia, a pesar de que un visitante consideraba en voz alta que tiene su “encanto” tener la feria en el mismo centro de la cuidad.
Puntuales a su cita, los uniformes azules y amarillos iniciaban su trabajo de limpieza cuando una chica con una S pintada en la frente con rotulador permanente se desgañitaba, vaso en mano, con lo que podría parecer una canción. En la plaza y en sus alrededores, se seguía bebiendo y ensuciando la calle sin miramiento en una especie de macrobotellón repleto de conversaciones etílicas.
Pasados 15 minutos de la hora señalada, la Policía se paseaba con cierto carácter disuasorio por la plaza de las Flores, cargada de decibelios producidos únicamente por las risas y las conversaciones de la gente. Los que no continuaban bebiendo de pie, lo hacían en las terrazas de los bares.
Media hora después del corte de música, precintaron el recinto de la plaza de la Constitución. Dentro no quedó nadie, salvo los trabajadores de la caseta de San Miguel. Pero fuera, la gente continuaba clavada a los adoquines. Y así seguirían hasta que a las siete entraran las máquinas barredoras del Ayuntamiento de Málaga, que esperaban, como artillería pesada escondida para entrar en batalla, en la calle Martínez.
La Policía escoltaba a los camiones de limpieza, que baldeaban la zona central de la calle Larios en sentido norte. "Señora, apártese, que van a limpiar", se veía obligado a decir un agente. Aunque la maniobra disuasoria solo duraba unos segundos. En cuanto pasaban, con el agua corriendo hacia las alcantarillas, volvían a ocupar bancos y espacios, se regresaba a la cola del estanco para comprar un Cartojal o de Casa Mira para reponer fuerzas con un helado.
Los que querían seguir bailando y no optaron por bares del centro, muchos de ellos con la entrada de pago, tenían otra opción mejor. Trasladarse al Real del Cortijo de Torres en el bus, que cargaba a un buen número de pasajeros en la Alameda Principal. Martina y sus amigos apuraban de un trago el vino que les quedaba para buscar el monedero y la mascarilla y subir al autobús que los llevaría al otro escenario, a ese en el que la música puede seguir hasta el amanecer.
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