Feria de Málaga: El Centro (por fin) sale del coma

La fiesta vuelve al casco histórico in extremis con la juventud entregada a la música y no pocos turistas

Encontrar un baño público en el centro durante la Feria de Málaga: misión casi imposible

Una panda de vérdiales apura la Feria en la calle Larios. / JORGE ZAPATA | EFE

Son las cuatro de la tarde. Coronada la calle Larios, la plaza de la Constitución luce a caballo entre un piso de estudiantes un viernes noche y el set de rodaje de The Walking Dead. Los grifos de cerveza de la caseta San Miguel (oh, agua de Egipto, elixir de los dioses) trabajan sin descanso para nutrir a la tropa acuartelada en la zona, sedienta de malta, lúpulo y cebada como si hasta ahora no hubiera existido otra forma de tomarse una caña. Se obra un pequeño milagro: el Centro hace por salir del coma este viernes, penúltimo día de Feria, con una buena porción de público dispuesto a seguir la matraca hasta que el cuerpo aguante. Resulta, sin duda, digno de estudio que exista un grueso de personas capaces de ponerse así de feriantes día sí y día también, ora por estas calles, ora por las del Real, con una cosa tan simple y tan consagrada a finales de agosto, es decir, bebida a raudales, cual si en el resto de las muchas fiestas de este verano alguien hubiera hecho caso a Paracelso, dosificando la ingesta para no tornarla en veneno. Pero así es. 

A estas alturas, pues, se seguía bailando, cantando y formando el pitote, ya conscientes de que la gran botella de la fiesta está casi vacía, resultando imperativo apurar las últimas gotas de rumba, disfrutar de lo que queda de cachondeo, darle un empellón más a los riñones antes de la gran redención del domingo y lo que fuera surgiendo. Allí mismo, en medio del meollo y con Encarni Navarro como banda sonora, eran unos cuantos los que se acogían al axioma del antiguo alquimista por los pelos: rulen unos vinos dulces por acá, unas copas por allá, y a quien no tenía nada se le asignaba rápidamente una bebida de oficio. Quizá a este mayúsculo gasto en alpiste, no ya hoy sino a lo largo de la semana, podría achacarse la descorazonadora imagen que presentaban infinidad de restaurantes a las dos y media, hora más que prudente como para que tuvieran cierta vidilla; aunque lo cierto es que este mal endémico lleva aquejándolos desde el inicio. Otros motivos habrá. Porque ni siquiera los establecimientos de la plaza del Siglo, que tradicionalmente se han puesto bien de público por estas fechas, aguantaban el pulso a la catástrofe: con hasta solo dos mesas, y de ticket más bien reducido, ocupadas en uno de sus bares. 

Sorprendía también, pese a que cada vez va siendo menos novedad, la cantidad de extranjeros reunidos esta jornada en el Centro, cuya máxima expresión se tradujo a través de la fotografía: raro era el rubito que no arrastraba una Canon o una Nikon por las esquinas. El flujo mayoritario, por contra, se daba por los alrededores de la Alameda Principal, donde la sombra de los milenarios ficus debieron de evitar más de un achicharramiento a estos visitantes. La anodina calle Martínez se convertía por momentos en la Main Street gibraltareña, eso sí, sin tiendas donde ser tangados con el cambio de divisa; Puerta del Mar fue todo el día un ir y venir de maletas con ruidosas ruedecitas; y Nueva, a juzgar por los quiebros de un par de visitantes, se alzó la vía que generaba más equivocaciones y miradas disimuladas al suelo tras asentarse allí una joven de alguna asociación u oenegé a captar público. 

Varias personas revisan los productos de un puesto ambulante. / Carlos Guerrero

En los puestecillos de abanicos, flores y otros bártulos, siempre tan presentes en la Feria pero tan en segundo plano, los compradores de la última hora de la tarde no sólo hacían el día a sus dueños, sino a los viandantes que se paseaban por allí, divertidos. O, por lo menos, eso es lo que ocurría en uno de los más cercanos a la portada, donde un paisano entrado en años que vestía una camiseta del Málaga y un sombrero cordobés, mezcla que le quedaba como a un Cristo dos pistolas, mantenía un diálogo surtido hasta los topes de lenguaje no verbal, aunque difícilmente audible en la distancia por su tono de voz, más bien quedo. Detalle no menor fue el amplio despliegue de seguridad, con municipales todo el día tratando de coincidir en espacio y en tiempo con presuntos malhechores. En la calle Granada, lugar de contrastes, pues lo mismo se vio a un Jack Sparrow haciéndose fotos con el personal que a un tipo transportando una ensaladilla rusa como Don Quijote llevaba el yelmo de Mambrino, dos agentes de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado paraban a un hombre, con un resultado que no nadie se entretuvo en conocer, mientras que a las puertas del Pasaje Chinitas un joven se fumaba un porro a la vista de todos, a excepción del orden y la ley, en lo que sonaba una tema de Siempre así. 

Así las cosas, la música no hizo por amansar a las fieras y el chapapote espirituoso y avinagrado que acostumbra a formarse a modo de alfombra en ciertas calles del Centro se convertía a final del día en más que una realidad; en concreto, en una que es mejor no experimentar en sandalias, ni con zapatillas nuevas, por si a alguien le sirve el apercibimiento. Ya a finales del siglo VIII, en pleno Imperio carolingio, conocían qué ocurría cuando se mezclaban ciertos factores, entre ellos la acumulación de residuos, por lo que el gasto en incienso se disparó hasta convertirse en la principal partida de gasto, práctica que, a falta de más civismo por estas fechas, bien se podría extrapolar en provecho de que hay tanta afición a este producto durante la otra Semana Grande de la ciudad. Seamos sinceros: ¿quién lo iba a notar?

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