El parqué
Jaime Sicilia
Jornada de caídas
Apostado bajo la portada del Real, con sus miles de lucecitas LED aguardando a la noche para convertirse en decorado de cientos de fotos, se ve llegar un autobús, luego otro, y otro más. Apenas son las tres y media de la tarde, una hora en la que por estas fechas muchos preferiríamos estar bajo el aire acondicionado, pero el goteo de personas que, vestidas de flamenca o ropa de calle, iban desembarcando por los cuatro costados del recinto ferial lo dejaban claro. Volvía a cocinarse a fuego lento, y van unas cuantas, una buena jornada de fiesta diurna en el Cortijo de Torres. Allí coincidían quienes tras hacer hueco en su agenda lo pisaban por primera vez, como presumiblemente lo hacía una chica de unos treinta años que gritaba “¡tía, qué fuerte!” al descubrir que aquello contaba con estanco propio dejando el eureka de Arquímedes por los suelos; con los que estaban hasta las trancas de jarana, como un joven con bolsas en los ojos que se liaba un cigarrillo mientras escuchaba lo bien que se lo había pasado una amiga suya haciendo no sé qué en no sé donde la noche anterior; andaban rápido y no pude pegar la oreja. Pero no crean que la acumulación de juerga dejaba mala escenografía o plantel: las calles, por lo menos a esta hora, lucían limpias más allá de por el detalle de la escatología equina, algo más que razonable y que hay que disculpar; al tiempo que los asistentes, sobre todo ellas, acudieron en su infinita mayoría más que maqueadas, porque antes muertas que sencillas. Todo se sentía igual de bello que la Victoria de Samatocracia. Los dioses, para regocijo municipal, se mostraban propicios a la causa un día más.
Paseando por las arterias del recinto, se agradecía la presencia de las gigantescas carpas que, casi de punta a punta, daban sombra a viandantes, cocheros y caballos, porque pese a que las temperaturas no hicieron por marcar récords de subida sí se reportaba un calor que hacía ponerse a sudar al más pinturero. Aunque el plan ideal, más que hacer el lipendi de un lado para otro, era buscar acomodo en alguna caseta. En las más tradicionales, señeras no sólo por su fachada y ambiente sino también por el producto, la sobremesa se fundía con las primeras copas de la tarde o la prolongación de las cervezas, aún con los platos esquilmados en escena en ciertos casos. Aunque este año, es vox populi, los precios han subido hasta niveles insospechados, parecieron no tener problemas para llenar sus mesas, e incluso aquellas a las que edición tras edición se les atraganta la hora del almuerzo tenían un hilillo de público. Buena opción, siquiera a modo complementario, era arrimarse a las degustaciones gratuitas ofrecidas de anzuelo, que van desde el pisto a las patatas a lo pobre, pasando por la gambas y el salmorejo, y que los empleados se encargaban de pregonar en la puerta cuando el público decaía. A un servidor, no digo más, trataban de endosarle un plato de paella cerca de las cinco.
El repunte de visitantes también se hizo notar en las casetas de fiesta, de las que podría decirse que estuvieron hasta más concurridas que las veces anteriores. No ocurrió lo mismo con el comercio ambulante, encarnado en un vendedor de almendras que, vista la afluencia, salía de la caseta en la que sesteaba (Santa Cristina o La Estrella, una de dos, están juntas) para montar el tenderete a toda prisa, volviéndolo a recoger sin éxito y cara larga al paso del farolillo rojo. A las puertas de María Diabla se formaba un pequeño tumulto que se disipaba en lo que se iba absorbiendo la demanda, tres cuartos de lo mismo ocurría en la no demasiado lejana Vip, y prácticamente calcado en Arte, donde se escuchaba el Ai se eu te pego a todo volumen desde la puerta. En sus inmediaciones, no sorprenderá, casi todo el público se mantenía a tono con su conveniente priva o refresco en la mano, cosa que es difícil de precisar desde que se pusieron de moda los vasos anchos hasta para los colutorios. Además, por primera vez en toda la Feria, se avistaba a un joven con una botella de agua; bueno, en realidad, un brick de Aqualy. Y apenas unos pasos más adelante, a uno, tan despistado como es, lo sorprendía de nuevo una relaciones públicas, esta vez de Malafama, con una tarjeta descuento en cerveza y tinto, dudando hasta la extenuación si hacerlo efectivo en aquel instante. Toda una encrucijada.
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