Alejandro Amenábar
Festival de Málaga
La primera vez que vi a Alejandro Amenábar me inquietó muchísimo. Acababa de verlo en la pantalla interpretando a un sádico llamado Bosco en Himenóptero, un cortometraje de media hora rodado en el que fuera su instituto durante unos días de verano. Y él hacía de malo. Un malo sin diálogo, que son los que más inquietan. A través del visor de su cámara lo decía todo.
Cuando se encendieron las luces y comprobé que estaba en la sala, me di cuenta de que era un chico muy especial. No tenía nada que ver en absoluto con el villano de la película, pero sí estaba claro que jugaba en otra liga. Él tenía veinte años. Yo diez más. Nuestro interés común por las bandas sonoras hizo que las primeras conversaciones giraran en torno a la música. Hicimos un pacto de caballeros que cumplimos cuando no era tan fácil quedar bien con los compromisos. Cada uno de nosotros seleccionó en un cassette sus melodías de cabecera, las grabó, y se las envió al otro en un sobre por correo certificado. Tiene mérito.
El resto es bien conocido. Poco después, con Tesis, logró aunar los criterios del público con los de la crítica, y algo esencial, devolviendo a los espectadores la fe en el cine español a los espectadores jóvenes. Algo que sólo colegas como Álex de la Iglesia y Juanma Bajo Ulloa habían conseguido. Yo le dediqué un par de libros y él ganó todos los premios que existen.
Como todo en la vida, unanimidad, lo que se dice unanimidad, nunca concitó. Recuerdo un viaje con el crítico Jordi Costa, ahora flamante jefe de exposiciones del CCCB, y autor de Mis problemas con Amenábar, en que el debatimos amistosamente sobre mi defendido. Para mí siempre fue placentero hablar sobre la obra amenabariana, y discutirla.
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