Seis poemas para enamorarse de María Victoria Atencia
Recorrido por su obra como excusa para homenajear a la escritora malagueña
Una avenida, un centro cultura y un instituto de su Málaga natal llevan su nombre. María Victoria Atencia (Málaga, 1931) es una poetisa con la solapa llena de reconocimientos (Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca, Premio de la Real Academia Española, Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, Premio de la Crítica Española, Premio Andalucía de la Crítica) y sus versos van recogiendo a las distintas generaciones que los descubren, a veces de casualidad, a veces por una fecha como la del día de la poesía (21 de marzo), o porque les llega vía escolar. El caso es que Atencia no cesa y tal vez necesite también una noche desapacible de primavera en la que alguien lea sus versos y pueda acabar enamorándose de los mundos que representan, las sensaciones que comparten o la vida que van regando. Ritmo, decoro, tranquilidad. Componiendo lo complejo, encontrando lo importante desde lo más cotidiano de las vidas.
Por eso, esta pequeña selección dentro del acotado número de poemas que la propia autora recoge en su web. Animada y vital, Atencia celebró su cumpleaños hace pocos meses presentando un libro, el cementerio de San Miguel está decorado con sus versos y aún tiene planes por delante para seguir transmitiendo su poesía. Sirva la pequeña recopilación como homenaje a la escritora, alegría para quienes con los poemas se reencuentren, y una oportunidad para el resto de los seres humanos que aún no hayan caído en su poesía.
Malá Strana. 'El Puente' (1992)
El ámbito soy yo. Qué importan las fachadas
o su moho o caliche si antaño fueron nobles
y aún lo son a esta luz tibia y roja de otoño.
Cruza una joven grávida de una acera a otra acera.
Cruzan su claridad y su azahar perdurado.
Cruzo yo misma, niña, nombre que se perdiera
si una niebla subiese, espesa, desde el río.
El año que viene. 'Las contemplaciones' (1992)
Para Sharon Keefe Ugalde
Hacer girar el corazón contra su aguja,
contra el tiempo y su sangre, contra la memoria,
desploma mi pared. ¿Seré un rechazo
de piedra más, herida en el escombro?
No crujas, por cansada, alma mía enzarzada en mi pared,
en mi rodar del tiempo. Está Jerusalén a tientas de la mano,
y ya piso su umbral
Epitafio para una muchacha. 'Arte y parte' (1961) y 'Cañada de los Ingleses' (1961)
Porque te fue negado el tiempo de la dicha
tu corazón descansa tan ajeno a las rosas.
Tu sangre y carne fueron tu vestido más rico
y la tierra no supo lo firme de tu paso.
Aquí empieza tu siembra y acaba juntamente
-tal se entierra a un vencido al final del combate-,
donde el agua en noviembre calará tu ternura
y el ladrido de un perro tenga voz de presagio.
Quieta tu vida toda al tacto de la muerte,
que a las semillas puede y cercena los brotes,
te quedaste en capullo sin abrir, y ya nunca
sabrás el estallido floral de primavera.
Mar. 'Marta & María' (1966)
Bajo mi cama estáis, conchas, algas, arenas:
comienza vuestro frío donde acaban mis sábanas.
Rozaría una jábega con descolgar los brazos
y su red tendería del palo de mesana
de este lecho flotante entre ataúd y tina.
Cuando cierro los ojos se me cubren de escamas.
Cuando cierro los ojos, el viento del Estrecho
pone olor de Guinea en la ropa mojada,
pone sal en un cesto de flores y racimos
de uvas verdes y negras encima de mi almohada,
pone henchido el insomnio, y en un larguero entonces
me siento con mi sueño a ver pasar el agua.
Godiva en blue jeans. 'El mundo de M.V. (1978)
Cuando sobrepasemos la raya que separa
la tarde de la noche, pondremos un caballo
a la puerta del sueño y, tal Lady Godiva,
puesto que así lo quieres, pasearé mi cuerpo
-los postigos cerrados- por la ciudad en vela...
No, no es eso, no es eso; mi poema no es eso.
Sólo lo cierto cuenta.
Saldré de pantalón vaquero (hacia las nueve
de la mañana), blusa del "Long Play" y el cesto
de esparto de Guadix (aunque me araña a veces
las rodillas). Y luego, de vuelta del mercado,
repartiré en la casa amor y pan y fruta.
La marcha. 'La pared contigua' (1989)
Éramos gentes hechas al don de mansedumbre
y a la vaga memoria de un camino a algún sitio.
Y nadie dio la orden. -Quién sabría su instante.-
Pero todos, a un tiempo y en silencio, dejamos
el cobijo usual, el encendido fuego que al fin se extinguiría,
las herramientas dóciles al uso por las manos,
el cereal crecido, las palabras a medio, el agua derramándose.
No hubo señal alguna. Nos pusimos en pie.
No volvimos el rostro. Emprendimos la marcha.
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