Los Asperones, Fase 2: La pobreza y sus lamentos invisibles
Si las Fases 1 y 3 de Los Asperones son un gueto difícil de asumir en una ciudad próspera como Málaga, la 2 es de una crudeza todavía más sangrante
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A tan solo unos kilómetros del gimnasio, ese espacio con problemas del primer mundo en el que se levantan pesas y se hacen sentadillas entre risas y bufidos para quemar los excesos navideños, está la entrada del agujero de gusano que te lleva a otro mundo, a otra realidad paralela, invisible, tremenda, sobrecogedora para los oídos atentos, que son demasiado pocos, intolerable para los ojos sensibles, que aún son menos. En la Fase 2 de Los Asperones, creada entre los años 1987 y 1989, en la ciudad de Málaga, en el distrito de Campanillas, tan cerca y a la vez tan lejos de todo, viven unas 200 personas en condiciones, la mayoría, de extrema pobreza.
No tienen alumbrado público, ni aceras, ni tiendas, ni un parque para los niños, ni una portería o una canasta, ni siquiera un llano donde poder jugar. No hay colegio, ni farmacia, ni zonas verdes, ni bancos para sentarse, ni ningún lugar de esparcimiento, salvo el local del culto de la iglesia evangélica Gran Luz. Lo que sí hay es basura, escombros y chatarra arrinconada, cuartillos adosados a las primeras casas con construcciones precarias, tejados de amianto, algunos coches y ratas, muchas ratas, según dicen los vecinos. En ellos hay hastío, depresión, lamentos que no llegan a ningún sitio y, a la vez, fuerza para seguir adelante por ese potente instinto de supervivencia que los mantiene vivos. Hay mañanas al sol, de lunes a domingo, paro y pocas posibilidades de salir del hoyo sin caer todavía más hondo.
"Queremos el desmantelamiento inmediato, ni alumbrado, ni aceras, que echen todo esto abajo y nos reubiquen en otro sitio, aquí solo hay enfermedad, basura y muchas ratas, no se puede vivir", dice Curro Santiago Rodríguez, una especie de alcalde del barrio, la figura más respetada de un lugar en el que el 99% de su población es gitana.
Curro llegó a Los Asperones desde la calle Castilla cuando solo tenía 40 días de vida. Ahora tiene 36 años y una familia propia formada por su mujer, María Oliva, y sus cinco hijos: Naira, Adonáis, Isai, Sofía y Adara. María cuenta que cuando llegó hace 18 años, “a lo loco, sin pensar dónde me metía”, lo pasó realmente mal. Al año pudo dejar la casa de su suegra para vivir en la suya propia. La fue organizando y decorando a su manera y la situación mejoró un poco. Pero lo que más desea es poder vivir “en un barrio normal, tranquilo, con parques y tiendas”, comenta.
“Aquí la gente se pasa todo el día sentado en su puerta, no hay expectativas de mejora, los niños se van quedando sin ilusión, descolgados del resto de sus compañeros, no hay otra forma de ver la vida y es muy triste”, explica la pareja. La mayor de sus hijas tiene casi 18 años y asegura que todas las de su edad ya están casadas. “Se casaron a los 13 ó 14 años”, cuenta María y asegura que ella ni lo comparte, ni lo permite. “Mientras que sean menores de edad no voy a permitir que se casen”, asegura María.
Todos han estudiado o estudian en colegios e institutos de Campanillas donde no suelen ir otros niños del barrio. Ambos tienen carnet de conducir y hacen el esfuerzo de sacarlos a diario a una realidad más normalizada. Su hijo Adonáis, a punto de cumplir los 16, quiere hacer un grado de FP de Peluquería, aunque también le gusta mucho el cante y sueña con poderse dedicar al flamenco en el futuro. A Sofía, de tan solo 5 años, le gustan mucho sus amigas de la clase, pero ninguna viene a jugar con ella a casa. “Yo quiero vivir en Campanillas cerca de mis amigas”, dice.
Curro se sacó el graduado escolar ya de adulto, cuando le dieron la oportunidad los educadores y el programa de Cáritas y Radio Ecca. Luego obtuvo un título de seguridad privada y ha tenido varios contratos como vigilante. Ahora mismo está en el paro. “Hago portes y lo que salga, con eso y los chapuces se puede medio vivir, porque es verdad que aquí no se paga ni vivienda, ni luz, ni agua, pero dime qué privilegios tenemos, aquí lo que estamos es discriminados”, subraya.
Si la población gitana sufre el estigma de su raza, entre los vecinos de Los Asperones la brecha se magnifica. “Vas a pedir trabajo, dices dónde vives y ya nadie te contrata, las empresas se echan atrás”, asegura Antonio Jiménez Utrera, de 53 años. Antonio, primo de Curro, también hace portes con su coche y vive de la venta ambulante en mercadillos. Su madre, vecina de Los Asperones, está enferma, tiene tres válvulas puestas en el corazón y desea con ganas llevarla a un lugar mejor. “Quién no quiere estar integrado en la sociedad, poder cambiar la forma de vida, yo desde luego sí que quiero”, afirma Antonio. “Los chavales aquí qué van a aprender, lo que hay en el barrio, y aquí no hay cosas buenas, yo lo que quiero es tener una vida digna y estar tranquilo”, agrega.
A veces, Curro juzga con dureza a sus jóvenes y lamenta que no aprovechen las oportunidades que les brinda la educación pública, los servicios sociales, las entidades que colaboran con los colectivos en riesgo de exclusión. Pero es que solo hay que echar un vistazo alrededor para darse cuenta de lo complicado que debe de ser remar a contracorriente en ese remolino que chupa todo hacia el fondo. No todos tienen las circunstancias propicias ni la fuerza necesaria para apoyar a sus hijos y confiar en que esa otra realidad que no conocen del todo, llena de payos y de valores que no son los suyos, pueda sacarlos del atolladero.
“Aquí no llega nada, ni la limpieza, ni los contenedores de basura, ni las ayudas que reciben las administraciones por estos barrios marginales, esto es tercermundista, yo solo pediría que los políticos se quedaran aquí un día, que vinieran a conocernos, que vea cómo vivimos”, apunta Antonio y Curro lamenta que se estén robando “los derechos” de tantos ciudadanos que no tienen ni siquiera “una dirección en Google”.
Si las Fase 1 y 3 es un gueto difícil de asumir en una ciudad próspera, tecnológica y de moda como Málaga, la 2 es de una crudeza todavía más sangrante. Y eso lo descubrió también Lucio Manzueta cuando llegó hace 14 años. Natural de la República Dominicana es el único hombre negro de Los Asperones. Casado con una gitana que conoció en “el culto”, asegura que ya está “adaptado al sistema de vida” de un barrio “completamente marginado”. “Estamos acostumbrados a sobrevivir”, dice Lucio, de 73 años. Pero asegura que le gustaría tener a su esposa de otra forma. “Aquí tenemos que estar con la puerta cerrada porque entran las ratas”, señala. Lucio es un hombre de fe y considera que Dios dirigió sus pasos hasta allí. Pero, desde luego, no lo ha tenido fácil.
“Estamos ya inmunizados”, agrega Curro. Él quizás hubiera podido salir del barrio cuando tenía un contrato. Pero tampoco quiere irse dejando al resto atrás. “Siempre me buscan a mí si pasa algo, si me voy no podría dormir tranquilo”, asegura. Su padre murió cuando él tenía 7 años. Eran ocho hermanos y su madre estuvo durante un tiempo en la cárcel. Pero les inculcó respeto y educación, explica, “hemos querido avanzar y todas las oportunidades que me han ofrecido las he cogido, pero es verdad que es un barrio con muy pocas oportunidades”, señala.
Su casa huele a limpio porque Naira friega mientras sus padres relatan su día a día. Con la fachada pintada de azul y una especie de porche delantero donde muchos se sientan, su hogar es punto de encuentro y, quizás, un pequeño salvavidas en medio de tanta ruina. Pero la vivienda de su vecina Ungui Guillén es muy distinta. En una cama está su hijo mediano, que sufrió un infarto cerebral y quedó sin poder andar. Su marido cumple condena por robo en Algeciras, tan lejos que ni puede ir a visitarlo. Tiene 40 años, tres hijos y dos nietos y vive en Los Asperones desde que era niña.
“Aquí se vive muy mal, está más abandonada todavía que la Fase 1, falta de todo, no hay ni luz, ni una tienda, para comprar cualquier cosa tienes que ir andando por una carretera sin acera hasta Campanillas, que es lo más cercano”, dice Ungui. Patxi Velasco, el director del colegio María de la O, de la otra fase, le ayudó a hacer una rampa para poder sacar la silla de ruedas de su hijo, pero ni siquiera puede pasar de su puerta porque no hay asfalto en algunas zonas. “Se pasa las 24 horas encerrado”, lamenta.
También se queja de que allí no entre ni un barrendero, ni a echar veneno para las ratas. “Nos tienen abandonados, solo hay que ver cómo vivimos, ni un llano tienen los niños para jugar a la pelota y se tienen que poner en medio de la carretera, como no te vayas a Campanillas no hay nada”, agrega Ungui. Ella se iría “con los ojos cerrados” de allí, pero con la pensión de discapacidad de su hijo van “tirando” y no da para mucho.
“No trabajamos ninguno, vas a buscar algo, te dicen que ya te llamaremos pero olvídate, no te llaman nunca, y menos cuando saben que vivimos aquí”, se queja Ungui. Así, como destaca, “no puedes avanzar, te quedas igual, además no tenemos coche y es más difícil todavía buscarte la vida con la chatarra, así que aquí te vas muriendo y solo piensas en cómo vas a buscar mañana para hacer la olla de comida”.
Voces que no(s) cuentan
La Fundación Foessa (Fomento de Estudios Sociales y Sociología Aplicada), entidad privada y sin ánimo de lucro fundada por Cáritas Española, presentó en noviembre las conclusiones de la investigación Voces que no(s) cuentan. Análisis de la exclusión social desde las metáforas y propuestas para hacer pedagogía social. El trabajo, llevado a cabo por un amplio equipo de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga, está centrado en la realidad de las personas que habitan las tres fases de los Asperones, esa barriada que fue creada en un principio como asentamiento provisional para dos años y que lleva instalada en la periferia más de tres décadas.
El profesor de la UMA Jesús Juárez Pérez-Cea, antes educador en Los Asperones, es uno de sus autores junto a Cristóbal Ruiz Román, Lorena Molina Cuesta, José Manuel Vega Díaz y Francisco Javier Velasco Fano. En el estudio han escuchado esos testimonios que normalmente no suelen tener voz para dejarlos contar, en primera persona, su problemática. “Una vecina decía: Me estoy muriendo lentamente, esto es un cementerio de vivos, la pobreza me ataca , vivir aquí es sobrevivir”, apunta Juárez.
Vivir en una cárcel, en una rotonda sin salida, gente que se ahoga y solo tiene “un cubito” para salvarse del hundimiento son algunas de las expresiones que aparecen en el estudio ganador del III Concurso de Investigación de la Fundación Foessa. Con él se pretende poner nuevamente el foco sobre algo de lo que se habla pero nunca se actúa. El desmantelamiento de Los Asperones sigue en punto muerto, esperando esa salida que ya llega demasiado tarde para algunos pero que puede ser la esperanza de futuro para otros.
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