Los Asperones, donde la pobreza cava un hoyo demasiado profundo
En el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza solo hay que darse una vuelta por Los Asperones para saber que allí, 35 años después, más que un reto es una quimera
Los Asperones y el olvido
No hacen falta conocer las cifras, ni saber que más del 90% de su millar de habitantes está en paro, que sobreviven gracias a subsidios y a la economía sumergida. Solo hay que darse una pequeña vuelta por las calles maltrechas de Los Asperones y hablar con sus vecinos para darse cuenta de que la erradicación de la pobreza en un lugar como este más que un reto difícil es una auténtica quimera.
Ni un parque infantil, ni un banco en el que sentarse, ni farolas que alumbren sus noches, ni papeleras, ni una zona verde, un bar o una tienda. Nada. Solo un gueto hecho de casas, chabolas y "cuartillos" que se han ido construyendo en estos 35 años de aislamiento, un agujero sembrado de escombros que se traga cualquier esperanza de salir de allí con un mínimo de posibilidades de sobrevivir.
Manuel Heredia Fernández tiene 42 años y un hijo de 15. Vivía con sus padres en los corralones de Martínez Maldonado y lo trasladaron a Los Asperones cuando era un niño. Ha trabajado como mozo de almacén en varias empresas, también en Limasam de forma eventual, pero ahora mismo está en paro. Se sacó el título de Secundaria para adultos y su ilusión habría sido estudiar Bellas Artes. La situación familiar y económica le borró de un plumazo su deseo y allí se quedó.
Manuel quiere salir del barrio y le preocupa, en cierto modo, que su hijo adolescente se críe en Los Asperones. No sólo por cómo se vive dentro. Más daño cree que puede hacerle el estigma que se les queda sellado en la piel a fuego. Manuel, de hecho, nunca pone en su currículum su dirección real. Incluso recela de incluir su foto porque dice que su aspecto unido a su apellido, Heredia, delata su etnia gitana.
"A la hora de encontrar trabajo es muy difícil si vives en Los Asperones", comenta. "Además, aquí la mayoría de los chavales no estudian y si su grupo de amigos no siguen en las clases puede ser que mi hijo tampoco quiera", señala. Este curso está matriculado en el instituto Universidad Laboral y de allí llega todos los días en autobús a las 15:15 de la tarde. "Yo le digo que tiene que esforzarse y estudiar, porque si no lo hace va a tener peores trabajos y es muy difícil salir de la pobreza, las posibilidades son muy escasas", considera Manuel.
Su hijo siempre ha estudiado fuera del barrio pero eso no le ha garantizado estar libre de problemas. Señala Manuel que en los dos últimos cursos de Primaria sufrió acoso por ser gitano. En Los Asperones, sin embargo, "se siente más integrado, es uno más, libre del racismo que ha vivido en otros sitios". El miedo a no encajar fuera se une al escollo más importante, la imposibilidad económica de hacer frente a un alquiler, a las facturas, a un tren de vida cada día más caro.
"Aquí no pagamos luz, ni agua, ni vivienda, como están los precios de los alquileres nos costaría la vida salir y eso infunde temor", apunta Manuel, que reclama ayuda para que sea posible la integración de estas familias en otras zonas de la ciudad. "Fíjate dónde nos metieron, entre la perrera, el desguace, la basura y el cementerio", señala.
Rafael Fernández, coordinador de la Eracis, Estrategia Regional Andaluza de Cohesión e Inclusión Social, y miembro de la Fundación Marcelino Champagnat, explica que "hay una parte del barrio que está sacando la cabeza, que está estudiando, que trabajan en la limpieza o la jardinería, en empresas multiservicios, como mozos de almacén, en los polígono, pero hay mucho trabajo en b". "Se convierte en un mundo poder encontrar trabajo, más aún un puesto fijo, les cuesta mucho insertarse", agrega Rafael.
Ylenia tiene 7 años y no ha ido al colegio María de la O porque dice que le duele la barriga. En cuanto deja de lado la timidez, relata con mucha chispa y una mirada preciosa que de mayor quiere ser veterinaria, "esos que pinchan a los animales", y se enorgullece de saber leer y escribir. Su madre, Carmen, lleva viviendo en el barrio toda la vida. Cuando se casó a los 17 años se hizo "un cuartillo" en el patio de la casa de sus padres. Desde entonces, poco a poco, como puede, lo va agrandando y mejorando.
Su marido Antonio se pasa las horas gastando gasolina a precio de oro para conseguir chatarra y hay días, confiesa, que se viene de vacío. Tienen cuatro hijos y ninguno aporta un sueldo todavía. "Antonio con la chatarra, yo vendo ropa, hacemos todo lo que se puede y nos llega justo para comer", dice Carmen mientras le echa sal al gazpachuelo con patatas, arroz y huevos que está preparando.
"Intento tenerlo todo lo mejor posible, cuando podemos vamos haciendo algo de obra, pero todavía me faltan muchas cosas y se me moja un poco el techo", relata. "Cobramos 700 euros del ingreso mínimo vital, vamos tirando como se puede, pero todo está carísimo y no hay trabajo, y no solo tenemos que comer, también hay que comprar ropa, zapatos... son muchas cosas", agrega.
Su mayor deseo es que Antonio encontrase un trabajo para poder sacarlos. "Sin luz por las noches, las calles llenas de ratas, estamos muy cansados de esto", describe Carmen. Y su hija Ylenia añade que "esto es muy chico, no tenemos ningún parque, no hay nada que hacer". Aunque tiene 20 primos, Ylenia se aburre con las pocas opciones de ocio que le ofrece su zona, así que sus padres la sacan siempre que pueden.
Estefi, de 27 años y madre de dos niñas de 2 y 7 años, tiene el desánimo pintado en la cara. Aunque su marido trabaja en la obra, con un sueldo no les llega para afrontar los gastos de fuera. "No quiero que mis hijas pasen por lo mismo que yo, mira cómo está esto, quiero que ellas tengan otra vida, pero no hay otra cosa", comenta con resignación.
El asentamiento de Los Asperones fue construido en 1987 para realojar a las familias de chabolas y corralones que se quedaron sin casa tras las inundaciones de ese año. Iba a ser una solución temporal y la barriada se ha quedado encallada en un olvido perpetuo. Las entidades sociales, la Universidad de Málaga y las instituciones públicas han tendido la mano para intentar aliviar la situación sin poder -o querer- ofrecer soluciones definitivas hasta el momento.
"No podemos estar siempre dependiendo de una ayuda del Gobierno, a mi me gustaría formarme, me cogieron en la escuela de La Cónsula y no me pude permitir ir a clase porque no me llegaba para el transporte con los 450 euros de ayuda que cobro", comenta Manuel. Y Carmen protesta de que los tengan "abandonados en un gueto". "Estamos deseando salir, pero si no tenemos un empleo no vamos a poder", añade.
Rosendo David Heredia es hermano y vecino de vivienda de Manuel. Está en casa porque hoy tiene turno de tarde en la logística de GXO, un almacén que le sirve a Carrefour productos de charcutería y frutería. Le va bien, pero tiene un contrato de obra "hasta que Dios quiera". "Llevo aquí desde que tengo uso de razón y he luchado mucho por salir", dice mientras Luisa, su mujer, prepara un guiso que huele a gloria.
Tienen cuatro niñas, la mayor de 12 años y la pequeña de 3. A la de 8 años, que estudia en el colegio Luis Buñuel, se le dan muy bien los idiomas. Tanto que, por medio de una profesora del centro, una donante que ellos no conocen le financia las clases de inglés en una academia de Teatinos. "No todo es malo, hay gente buena que te ayuda", comentan. Pero Luisa se queja de que cada día tienen que hacer frente a la discriminación. "Te miran diferente, parece que no tienes derecho a nada". Y la discriminación, como señala su marido David, "es un acto de violencia".
David estuvo en un programa para optar a una vivienda. Pero la pelota se fue pasando de un tejado a otro, del Ministerio de la Vivienda a la Junta, y en la maraña burocrática se perdió la baza más importante que tenía para dejar atrás Los Asperones. Aunque no se rinde. Sabe que tiene que seguir luchando. Por María, por Cristina, por Yajaira, por Daniela, por Luisa, por su hermano Manuel, por él mismo. El hoyo no puede ser tan profundo. ¿O sí?
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