Con Bob Dylan en el Pepeleshe
Calle larios
Lo bueno del Nobel a Robert Zimmerman es el reconocimiento a alguien que tenía algo que decir. Sus canciones son memoria personal pero también, más aún, de una ciudad y sus calles.
NO estoy seguro del todo, pero creo que la primera vez que escuché a Bob Dylan, siendo yo aún un crío, fue en el Pepeleshe, un bar que había muy cerquita de mi casa, en la avenida de la Aurora (cuando se tienen hermanos mayores de aspiración bohemia suceden cosas así). Sí recuerdo bien haberlo escuchado en el bar que tomó el relevo en el mismo local algunos años después, el Capitán Haddock, cuando un servidor era ya el adolescente barrigón al que ninguna chica se arrimaba y se consolaba con alguna triste partida de billar. "Mi amor es como un cuervo / con un ala rota en mi ventana", cantaba el judío de marras en Love Minus Zero / No Limit, mi canción favorita (un poner) de Dylan. Pero también recuerdo haber escuchado al de Duluth en el Armenia, en aquella calle Alcazabilla por la que discurría el tráfico, frente a aquel Teatro Romano, plagado de gatos senequistas, que asomaba como una tremenda fiera oceánica varada bajo el yugo de la Casa de la Cultura: "Olvida los muertos que has dejado / No te seguirán / El vagabundo que llama a tu puerta /Lleva tu ropa puesta". Aquello era It's all over now, baby blue y, la verdad, me costaba aficionarme a aquella voz nasal que sermoneaba como un cura cansado del oficio, por más que los barbudos fumadores de ciertas hierbas que pretendían, con tan poco éxito, hacer de mí un hombre, me recomendaran que escuchase como si fuese la vida en ello. Pero el tipo caló en mi ánimo, conquistado, de alguna manera, por aquella poética determinación a hacerse entender por encima de tan sangrienta carestía de medios: Bob Dylan no cantaba bien, ni sus canciones despedían la belleza contagiosa que encontraba en otros, pero cierta cabezonería me incitaba a seguir perdiéndome en sus canciones por si acaso encontraba el vellocino de oro. Por eso, cuando decidí dejar a un lado las lecciones de mis mayores y tomar la iniciativa, no tardé en comprar discos de Dylan. El primero, en Pat Discos, allí frente al mercado, en aquel cuchitril tan entrañable donde tanta música he acogido entre pecho y espalda: "Me encontraba quemado del cansancio / enterrado en granizo / envenenado entre los espinos / expulsado del sendero / cazado como un cocodrilo / echado a perder en la mies / 'Entra', dijo ella / 'Te daré refugio en la tormenta", entonaba en Blood on the tracks, y yo, en la soledad de mi cuarto, sin saber qué hacer con mi vida, con todo el tiempo que habría de venir asentado en mi espalda como un tonel de doce mil kilos, también quería entrar con Bob (o sin él, qué puñetas) en aquel refugio y, por una vez, quedarme calentito. En Candilejas cayó más tarde Hurricane y me enganché como un pardillo a Oh, sister: "Crecimos juntos / desde la cuna hasta la tumba. / Morimos y renacimos y entonces fuimos / misteriosamente salvados". Recuerdo ir tarareando esto, solo, paseando por la Farola una tarde de invierno, con la mar picada mojándome los pantalones, un tanto perdido, anhelando aquella redención improbable. Para entonces, ya sí que me encontraba dispuesto a hacerme un hombre. Pero antes había tenido que recorrer el camino entero yo solo. Bueno, no del todo: Bob me había acompañado todo el tiempo. Y yo ni siquiera me había dado cuenta.
Hace tres o cuatro años probé a poner banda sonora a mis paseos matutinos a base de ipod. Recuerdo una exploración por la ruina de Beatas y Tomás de Cózar, las casas apuntaladas y los muros destrozados, y Dylan entonándome al oído fuera de cualquier tono posible: "Voy a la deriva, dormido sin sueños. / He arrojado mis recuerdos a una zanja. / Hice tantas cosas que nunca me propuse hacer. / Intento acercarme más / pero aún estoy a un millón de millas de ti". Time out of mind volvió a ser un gran disco, y mucho después encontré que en aquellos versos alguien estaba explicando a la perfección mi relación con la ciudad en la que vine al mundo. Sin embargo, que conste, nunca he sido muy dylaniano. Ni siquiera cuando lo vi en la Malagueta (no me sentí más acompañado por él en aquel concierto). Ni siquiera cuando aprendí a valorarlo como músico (gracias, en parte, a la reciente lectura de Alex Ross). De haber concedido el Nobel a un poeta americano, yo hubiera optado, la verdad, por John Ashbery o Charles Simic. Pero Bob Dylan sí ha estado por mí estos años, a través del tiempo. Supongo que así son los buenos amigos.
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