De la memoria secuestrada

Calle Larios

El (triste) caso de los últimos restos árabes hallados en la obra del Metro resulta ilustrativo de la política habitual en Málaga respecto a su propia Historia: la destrucción y la ocultación

La praxis respecto a la Historia obedece al designio, tan antiguo como la ciudad, de que el patrimonio malagueño nunca ha valido gran cosa. / Javier Albiñana

Málaga/Al principio iban a ser preservados, luego trasladados. Finalmente, esta semana se ha procedido a la destrucción de los restos que superaban el nivel de la losa del túnel del Metro y al enterramiento de los sobrantes, mientras los técnicos de Cultura estudiaban qué elementos merecían ser rescatados para su musealización. La cuestión es que la construcción hallada durante los obras, datada entre los siglos XI y XIII, revelaba un asentamiento árabe de hechuras notables fuera de las murallas de la ciudad medieval, al otro lado del río; pero a quienes pasen por aquí en el futuro a bordo del Metro la existencia de este núcleo, que ofrece una imagen concreta y bien ilustrativa del desarrollo urbano en aquel tiempo, quedará inadvertida. Independientemente de la particularidad del caso, que podrá considerarse más o menos grave en términos patrimoniales (y más aún en el conflicto que presentan los mismos cuando del avance de una infraestructura necesaria como el Metro se trata) a tenor del cristal con que se mire, lo cierto es que la Consejería de Cultura, responsable última de la decisión, ha seguido al dedillo la praxis que Málaga emplea cuando corresponde tomar medidas relativas a su propia Historia: la ocultación y la destrucción. Pero, cuidado, no sólo en referencia a la fortuna fatal de los restos, cuyo valor patrimonial, insisto, podrá ser mayor o menor; sino en virtud de una tendencia que niega a Málaga, por sistema, el derecho a conocerse y reconocerse en su pasado, en su memoria e identidad. No ha sucedido así nada que no haya sucedido antes, ni en las mismas obras del Metro, ni en el hallazgo de otros muchos restos de indudable potencial arqueológico que pasaron a mejor vida, ni en la oportunidad para ampliar y precisar la idea que los propios malagueños tienen de su ciudad, finalmente perdida. No hay más que recordar que el mayor tesoro arqueológico con el que cuenta Málaga, el que de manera definitiva podría ordenar, definir y evaluar su Historia desde su mismo origen, en el Cerro del Villar, sigue enterrado a cal y canto después de demasiados años con apenas un porcentaje ínfimo sometido a estudio. Los pocos emblemas patrimoniales con los que cuenta la ciudad, como la Alcazaba y el Teatro Romano, son en realidad grandes desconocidos, con demasiadas lagunas tanto en su historiografía como en lo que aún podría excavarse, conocerse y analizarse. Pero no cabe lamentar tanto el olvido material como la posibilidad negada a Málaga de contarse a sí misma en plenitud. Con verdad y exigencia.

Las ciudades son organismos singularmente resistentes al cambio, no tanto respecto a su fisonomía sino a su definición

Este verano he visitado varias ciudades de España y Portugal especialmente conocidas por su condición patrimonial, a menudo a nivel mundial. En estos lugares la memoria salta a la vista, de inmediato: se aferra a la percepción del visitante y dibuja ahí la realidad con un color concreto que invita a trascender el momento presente. En ocasiones, sobre todo cuando vuelves a determinadas ciudades al cabo del tiempo, esta categoría marmórea se descubre como un lastre, como un obstáculo contrario a cierta modernización, como si el patrimonio fuese un sello plomizo del que es imposible zafarse. En este sentido, las ciudades son organismos singularmente resistentes al cambio, no tanto respecto a su fisonomía sino a su definición, a lo que tanto sus vecinos como sus visitantes tienen que decir de ella: un municipio conocido por sus hermosas fortalezas medievales, por ejemplo, difícilmente será conocido en el futuro por otra cosa. En Málaga sucede lo mismo, pero en sentido inverso: se habla mucho de su carácter dinámico y transformador, pero lo que late debajo del mismo es el designio general, tan antiguo como la misma villa, por el que el patrimonio malagueño no vale gran cosa, así que no hay que pensárselo demasiado si alguna reliquia obstaculiza el avance del progreso, ni mucho menos plantear que una nueva arquitectura debería al menos tener en cuenta la existente, ni quejarse si un hotel tapa la Catedral o si un rascacielos destruye el paisaje más reconocible de la ciudad. El gran acierto de Málaga ha sido el aprovechamiento de la ausencia del lastre para promocionar su habilidad dinámica, pero quién sabe si se habría podido alcanzar un cierto equilibrio, un punto intermedio entre la veneración y la piqueta. Al cabo, no importa: seguiremos pensando, dentro y fuera, que los tres mil años de Historia son un paréntesis demasiado prolongado que hay que llenar ahora a base de museos. Aquí paz y después gloria.

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