Norma y paraíso de los turistas
Calle Larios
Van a lo suyo, ejercen su oficio con disciplina, no muestran demasiado respeto por las normas ni las costumbres y de vez en cuando exhalan simpatía
Pero, sea como sea, necesitamos más, muchos más
Málaga/Voy por la calle Sancha de Lara, de camino a la redacción. Son poco más de las cuatro de la tarde y hace un calor asfixiante. Salvo los viajeros que acaban de bajar del taxi a las puertas del Hotel Don Curro, no se ve un alma. Aparecen entonces dos jóvenes montados en patinete a toda velocidad, los dos en bañador, con sus mascarillas puestas pero sin camiseta. Sus pieles blancas, rostros pálidos y cabelleras rubias delatan a kilómetros su calidad de guiris. Corren tan panchos hasta que un coche de la Policía Local los sorprende a sus espaldas. Uno de ellos acelera y, sabedor de que no se va a producir nada parecido a una persecución a lo Miami Vice, se pierde por San Bernardo El Viejo, donde hasta hace nada veíamos a Chiquito camino del bingo, hasta luego Lucas; el otro sabe, sin embargo, que está perdido, así que se detiene y de inmediato inclina la cabeza. Todo invita a sospechar que bajo su mascarilla ha dibujado media sonrisa, pero sólo cabe especular. El agente que conduce ha frenado en seco y se dirige al presunto sin bajarse del automóvil. Pero el rubiales sabe bien qué es lo que tiene que hacer: desanuda la camiseta que lleva amarrada a la cintura y, con una parsimonia digna de la Cleopatra seductora ante el bobalicón Antonio, se cubre el torso hercúleo como si no fuera a llover mañana. Misión cumplida: el agente lanza una mirada entre el registro burocrático y la amenaza solapada, cual Blade Runner, y mete primera en dirección a Molina Lario, mientras el infractor busca al compañero que, partido de risa y medio en pelotas, le espera en la Bolsa para seguir el chafardeo. Ante semejante espectáculo, casi siento la tentación de quitarme mi camiseta de Pampling, a ver qué pasa. Pero soy demasiado consciente de que Málaga no se merece la contemplación mamífera de mi anatomía, así que desisto, por más que venga sudando desde la Aduana, maldita sea. La calle Larios se revela medio desierta. O lo que es lo mismo, medio ocupada. Parece que la sombra propiciada por los toldos cerveceros excita aún más la sensación de humedad. Reparo en que los pocos que van de acá para allá son también turistas, visitantes que arrastran sus trolleys con voluntad de hierro, que consultan sus guías, que miran los escaparates, que parecen tener mucha prisa en cualquier caso, como si algo maravilloso estuviese sucediendo en alguna parte. La mayoría llevan sus mascarillas puestas, también; otros, algunos, no. No importa. Yo me pregunto de dónde han salido. Qué han venido a buscar en esta ciudad parada. Qué contarán después, qué fotos van a enseñar a sus amigos, cómo se las van a apañar en el Aeropuerto de vuelta. Y siento algo parecido a una piedad enfriada por todos ellos.
Recuerdo entonces que cualquier otro día del mes julio la misma calle Larios está siempre atestada de turistas. Y me refiero a nuestra vida anterior, ya saben. Los cruceristas campan a sus anchas de un extremo al otro: no hacen falta las luces navideñas de Teresa Porras para que aquí no quepa un alma. La pandillita que ahora se nos ofrece inspira, en comparación, una tremenda sensación de derrota. El turismo que ha obrado el milagro económico, el que nos puso a las puertas de Europa, el que nos ha permitido que podamos ir por la calle Compañía sin miedo a llevarnos un pinchazo, el que lo ha dejado todo hecho una patena, el que nos ha permitido recuperar la calle Alcazabilla, el que llena los museos y terrazas, el que consume y gasta como si le fuera la vida en ello ha quedado en esta expresión mínima, rudimentaria, que por más que queramos no alcanza. Es curioso, sin embargo, que una observación particular casi nos reconcilia, nos invita de alguna manera a la esperanza. Mirados de cerca, todos los turistas son iguales. O lo somos, incluidos nosotros cuando andurreamos por alguna ciudad europea con los móviles desenfundados por si cae la foto del siglo, a ver dónde puñeta han puesto el Manneken Pis. Ahí están, estamos, los turistas, aunque sean pocos. Van a lo suyo: prestan mucha atención a las guías y al localizador de Google para orientarse, especialmente ellos, los machotes, como si se conocieran el tablero al dedillo, tranquila, cari, que el Museo Picasso tiene que estar en la siguiente esquina. Llevan esa permanente pinta de despistados, entrañable, tierna, por la que casi dan ganas de pagarles los helados. Algunos, sobre todo los menos veteranos, hacen mucho ruido y hablan en voz muy alta. Son así de adorables. En plena pandemia hay menos riesgo de encontrártelos metidos en una despedida de soltero, pero aún así a algunos les gusta jugar al fútbol con las cajas del McDonald's hasta la Plaza de la Constitución. Sigo en la calle Larios y los escucho hablar en inglés y en francés. Se supone que los primeros no debían estar aquí, a saber desde cuándo llevan triscando por la Península Ibérica. Los que apenas se dejan ver este verano son los turistas árabes. Pero en las terrazas de Sánchez Pastor hay pelirrojas suficientes como para que la bella Irlanda comparezca evocada ante nuestros ojos.
Los turistas son, por lo tanto, poco dados a mezclarse. A hacerse pasar por nativos, juego al que un servidor le encanta jugar cuando viaja. Pero de vez en cuando se acercan para pedir una ayuda, una orientación, un pequeño servicio a su favor. Y entonces se muestran por lo general amables, distendidos, incluso simpáticos. Pero siempre seguros de sí mismos, como recelosos de que puedan ser víctimas de un engaño: recuerdo bien a la turista que me preguntó una vez cómo podía estar yo tan seguro de que no había un Museo Guggenheim en Málaga. Ahí van, en todo caso, con sus equipajes, arriba y abajo, en sus hoteles o sus apartamentos turísticos, metidos en fiestas sin demasiado respeto por los vecinos unos, meticulosos y atentos otros, con sus camisetas la mayoría, tres o cuatro como si estuvieran siempre al borde de la piscina, interesados en los museos, o en la playa, o en probar lo que le han vendido como paella pero vaya usted a saber, arremangados más allá de lo que dicta el decoro cuando aprieta el calor, equipados como si fuesen de Safari por Tejón y Rodríguez, nunca sabes cuándo se te va a cruzar un rinoceronte en el camino. Y comprendes entonces que los turistas forman parte del paisaje tanto ya como las mismas calles, los portales del centro, las esquinas y los bares. Que siempre han estado ahí y lo seguirán estando. Que, sin ellos, Málaga sería ya menos Málaga, como si desapareciera un día la Farola, como si tiraran abajo la Mundial. Que sin turistas no somos nada. De modo que sólo cabe desear que vuelvan. Necesitamos más, muchos más, para salvar a la hostelería y para que Málaga tenga sentido. O siempre podemos inventar otra cosa. Cualquiera sabe. Ustedes dirán.
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