El sonido de la calle
Calle Larios
La exposición ‘No hagáis ruido. Málaga, territorio underground’, que presentan Isabel Bellido y Sergio Croma en el Ateneo, es una necesaria reivindicación de la memoria para atizar el presente
He aquí, al fin, un termómetro fiable para comprobar no sólo de qué manera te sientes viejo, sino en qué grado lo eres realmente. Entras y, al menos en mi caso, empiezas a contar batallitas de abuelo: yo estuve en este concierto, en éste, y en este otro. Esto que se anunció como Radio Bemba en la Sala Factoría fue en realidad un conciertazo de Mano Negra que nunca fue revelado como tal salvo a los muy cómplices, y que disfrutamos como sardinas en lata en una noche húmeda, atronadora e inolvidable. Hay fotos del Ática, del Level, del Abisinia, del Trifásico, del Underground, de El Muro. Hasta de la casa okupa de Arriola, incluidas las históricas imágenes que dan cuenta del asalto allá en los 80. Hay entradas de todos estos sitios, del Bobby Logan, de la jornada monumental e ininterrumpida que se organizó en la misma Factoría en apoyo a Radio 3. Carteles del Drunk-O-Rama, de conciertos de The Blue Meanies y de The Pleasure Fuckers, y uno especialmente bello de aquel centro social autogestionado que fue el Elenco. Hay fanzines, incluidos algunos ejemplares del no menos histórico Caiga quien caiga de 1984. Está el rótulo del Sonic, con su emblemático cohete, y el del más reciente Modernícolas. Hay trabajos de diseñadores gráficos inspirados en estos mismos lugares, y un mural de Omar Janaan que rinde homenaje a la cultura urbana que contra viento y marea logró, y logra, prender en Málaga. Y también hay un documental, en el que los impulsores de estos espacios, programadores, músicos, artistas, periodistas, vecinos del centro y protagonistas de la escena musical malagueña menos promocionada, la más independiente y desamparada, gente como Antonio Mata, Isabel Guerrero, Luis Rubio, Paco Roji, Francisco Riofrío, Daniel Romero de Drunk-O-Rama y Sergio García, dan cuenta de lo que significó, y significa, la vida en torno a los conciertos en bares y pequeñas salas localizadas en el corazón de la ciudad, con toda su impronta de resistencia, activismo, conciencia, frivolidad y, sobre todo, celebración del rock como mecanismo proveedor de relaciones personales, toda una extravagancia ahora que con las redes sociales no tenemos ni que mirarnos a la cara. Más aún, hay un texto del arqueólogo y músico Juan Téllez Juanillo, verdadera leyenda del underground malagueño, del que extraigo esta cita: “Las antiguas casas tradicionales okupadas, donde se podía ver a Capitán Kavernícola o Rotten Heads, fueron demolidas dejando paso a excavaciones en las que se descubrieron [sic] la continuación de los restos de la vasta necrópolis musulmana de Yabal Faruh, no obstante en su lugar se edificaron nuevas viviendas”. Y entonces, cuando he visto todo esto, caigo en la cuenta de que lo que tengo ante mí no me habla de la Málaga pasada, sino de la más actual, la que pierde los papeles por levantar un rascacielos en el Puerto a la vez que manda a mejor vida su patrimonio arquitectónico. He venido a ver No hagáis ruido. Málaga, territorio underground, la exposición que con todo este material han montado en el Ateneo Isabel Bellido y Sergio Croma, dentro del Festival Moments. Y, dado que seguirá abierta hasta el próximo día 29, todo el mundo debería verla.
Porque, frente a la parquetematización del centro de Málaga como lugar aséptico, franquiciado y sin alma, idóneo para el transitar de cruceristas de museo a museo, con una oferta cultural importada, sin memoria ni emoción y con los vecinos señalados como enemigos para el mayor provecho de la hostelería, convenientemente aniquilados sus derechos, este proyecto da buena cuenta de la resistencia que no pocos malagueños han decidido plantar al modelo a lo largo de los años a base de rock. Una resistencia ahora tocada, mermada, reducida (Bellido y Croma idearon la exposición el año pasado, tras el cierre del Onda Pasadena y el Velvet de la calle Comedias), pero no extinguida. Y, dadas las previsiones respecto a la implantación absoluta del actual modelo turístico en un centro cada vez más ampliado, a modo de extensión del negocio, seguramente esta resistencia nunca ha sido tan necesaria. Resulta paradójico el modo en que los vecinos del centro entrevistados y participantes de diversas formas en la iniciativa afirman preferir, con mucho, el ruido de las salas de conciertos, que no deja de ser un ruido ordenado, discreto y al cabo con sentido, al fragor terracero que no entiende de horarios y acampa en plena calle, al aire libre. Ahora cabría preguntarse por qué resulta imposible abrir una sala de conciertos en un centro lleno de terrazas. Pero así nos lo vendieron.
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