La noche que se inundó de miedos y milagros

Inundaciones en Campillos

Con el susto aún en el cuerpo pero sin poder detener el ritmo de trabajo, los vecinos de Campillos empiezan a recuperar una normalidad todavía demasiado frágil. Falta mucho por hacer.

José Antonio Cordón retira barro y basura de la calle Clara Campoamor de Campillos. / Javier Flores

El rastro de agua y lodo continúa adherido a las paredes como señal indiscutible del alcance del desastre. Menos visible, pero más difícil de borrar aún, permanece el miedo en los rostros de aquellos que sufrieron la noche más larga de todas. Con botas de goma hasta las rodillas y barro como parte del vestuario, los vecinos de Campillos se empeñan con fuerza en recuperar una normalidad todavía demasiado frágil. Las pesadillas reviven una y otra vez los momentos más tensos y las lágrimas asoman hasta en los ánimos más templados. Y si bien el lamento va siempre dirigido a la única víctima mortal de las inundaciones, el bombero José Gil, lo sucedido en aquellas horas tardará mucho en limpiarse del todo.

Hubo gritos, llamadas desesperadas, pánico y los peores pensamientos posibles. La fuerza de la lluvia no cesaba y no encontraron un respiro durante horas. También hubo, y mucha, solidaridad, preocupación por los demás, buenas y grandes intenciones. Y héroes anónimos, como las decenas de tractoristas que se lanzaron a la calle sin dudar para asistir a los servicios de emergencia. No sólo acudieron a la llamada los propios vecinos de Campillos. También lo hicieron desde Fuente de Piedra, Cañete la Real, Humilladero, Sierra de Yeguas, el Saucejo, Mollina y otras localidades cercanas.

José Miguel Robles, rescate y limpieza sobre el tractor

José Miguel Robles junto al tractor de su empresa. / Javier Flores

“Si no salen los tractores a salvar a la gente esto hubiera sido una catástrofe”, estima el tractorista José Miguel Robles. Este vecino de Campillos no se lo pensó cuando se pidió ayuda a través de grupos de whatsapp y redes sociales. Ya había visto cómo su parcela se inundaba, cómo un muro se derrumbaba y la riada mataba a casi todos sus animales. En su casa solo pudo rescatar a una perrita. Ahora tocaba socorrer a las personas que empezaban a estar en peligro.

“Se hizo un punto de encuentro en la gasolinera, la Guardia Civil nos iba organizando y nosotros nos comunicábamos con las emisoras o el móvil”, relata Robles. “Había mucha gente en los tejados, nos acercábamos todo lo posible para que pudieran saltar a las palas, también se hicieron cadenas humanas para ir sacando a las personas que se habían quedado atrapadas”, agrega y recuerda que “los médicos nos iban parando para que los llevásemos a una casa y a otra”. Aunque sabían que el tractor era el único vehículo que podría transitar esas calles convertidas en ríos, lo peor era “que no veníamos nada, ni arquetas, ni zanjas”, dice, ni ningún otro obstáculo arrastrado por el agua.

"Había mucha gente en los tejados, nos acercábamos todo lo posible para que pudieran saltar a las palas, se hicieron cadenas humanas"

En el bar Stop permanecieron muchos de los rescatados. “La gente estaba muy asustada, muy alterada, estaban nerviosos, sin saber qué hacer, vaya una ruina”, afirma este tractorista al que ayuda su hijo Samuel hasta que su colegio, La Milagrosa, pueda recuperar la actividad. “Cuando amaneció seguimos repasando calles para ver si alguien necesitaba ayuda y luego continuamos quitando palas y palas de barro, cientos de millones de kilos hemos retirado en estos días”, explica este voluntario que ha dejado aparcado su trabajo para colaborar en las labores de recuperación del pueblo. Su entrega ha sido compartida por muchos. “Los pueblos se han volcado con nosotros, han traído botas, palas, agua, comida, mantas y ropa, han llegado autobuses completos, cuadrillas de personas para ayudar, sin la solidaridad esto no hubiera sido posible”, comenta mientras limpia junto a personal del Infoca el campo de fútbol municipal.

Mª Ángeles Gallardo, dos décadas de hogar bajo el lodo

Curro y Mª Ángeles Gallardo muestran el sable con el que pudieron abrir la puerta. / Javier Flores

A las afueras de Campillos, en la zona de huertas de la discoteca, todavía el barro cubre hasta los tobillos. Al final del camino, María Ángeles Gallardo y su marido Curro intentan rescatar algo de aquello que fue su casa, un hogar construido poco a poco durante los últimos veinte años. Tan sólo su vestido de novia quedó intacto. Y el sable con el que hace décadas cortaron la tarta nupcial fue, consideran, una especie de salvación. Con dicha espada pudieron romper el quicio de la puerta y abrirla, tras quedar atrapados en una zona de la casa que ya acumulaba más de un metro de agua. Sus muebles, sus electrodomésticos, su ropa, su coche, su jardín... todo quedó sepultado en cuestión de minutos cuando el muro exterior se vino abajo. Subidos en una mesa de plástico, a modo de balsa, pudieron llegar a los arcos del porche de entrada y encaramarse en ellos, agachados, durante varias horas hasta que el nivel fue bajando. Hasta las 12:00 del domingo no pudieron salir de allí.

“Sí que pasé miedo, nunca he visto de llover tanto, pero mi mujer estaba más asustado que yo, pensaba que nos ahogábamos”, comenta Curro. “Nos entraba agua por el vestidor, por la ventana, por la puerta y estábamos atrapados”, agrega María Ángeles, que se veía rodeada por cuatro tormentas y que temía que los rayos impactaran contra su chapa de uralita.

"Pasé miedo, nunca he visto de llover tanto, pero mi mujer estaba más asustada que yo, pensaba que nos ahogábamos"

También pensaba en sus cinco perritas, que se pusieron a salvo subidas en una mesa de otra habitación de la casa. Y en su familia, que sabían del peligro que corrían. “Me dijo que estaba atrapada en el salón, que el agua le llegaba al pecho y la puerta no se abría, imagina el miedo que sentí, empecé a llamar al 112 y a la Policía Local pero las líneas estaban saturadas, intentamos llegar con el coche pero no pudimos acceder, tuvimos que volver a casa”, narra su hermana, María Isabel.

También quiso ir hasta allí su amigo Juan Jesús, al que días más tarde aún se abraza llorando. “No pude montarme en mi furgoneta, se la había llevado el agua”, comenta. Con las emociones a flor de piel, María Ángeles vive estos días en su propia montaña rusa. Sabe que salvar la vida ha sido lo más importante pero no puede dejar de compadecerse por todo lo que ha perdido en cuestión de minutos. “Ahora hay que volver a empezar”, dice.

Familia y amigos que ayudan a recuperar lo perdido

Félix Gómez trabaja junto a familiares y amigos en su casa de verano. / Javier Flores

En una casa vecina, Félix Gómez limpia y evalúa los daños de su casa de verano. “Llevamos cuatro días sacando agua y barro y nos queda bastante, gracias a Dios no nos ha pasado nada y está la familia echando una mano”, apunta. Su cuñado, con un tractor, saca palas de suciedad y aún queda trabajo para rato. Donde los militares de la UME tuvieron que achicar agua durante 48 horas seguidas fue en los sótanos de la urbanización que comparten Lola Ordóñez, Inés y Ángeles Parejo en la calle Clara Campoamor.

Lola Ordóñez, lo que podía haber sido una tragedia

Lola Ordóñez muestra el elefante que sobrevivió a la riada, ahora su talismán. / Javier Flores

Después de perder todo lo que tenían en los bajos de sus casas, se salvó milagrosamente la figura de un elefante que ahora consideran un talismán de la buena suerte. Lola Ordóñez temió por la vida de su hijo de 22 años y se emociona al contarlo. “Escuchamos que saltó la bomba de achique y bajamos a levantar el sifón para que chupara más, entonces vi cómo entraba el agua por debajo de la puerta, que reventó en ese momento por la presión”, relata Lola. La puerta le golpeó a su hijo en la frente y la inundación lo revolcó. Por fortuna pudo subirse en un sofá que ya flotaba y asirse al bajante del techo para avanzar hacia la escalera y subir a la primera planta de la casa.

Fue como verse dentro de una película, experiencia que aún le dificulta el sueño. “Cogí mantas y sillas, taponamos la puerta del sótano y nos subimos a la otra planta con la escalera por si teníamos que irnos al tejado”, recuerda Lola. “El otro día me dio una lipotimia cuando pensé realmente lo que podía haber pasado, tengo el miedo metido en el cuerpo”, agrega esta mujer que tiene la certeza de que “si esto hubiera pasado un lunes con los niños en el colegio hubiera sido una tragedia”.

"Esa noche recé más que nunca, fue interminable, no paraba de llover, no pudimos pegar ojo"

Lola vive de alquiler, no tiene seguro y sabe que el bache económico va a ser profundo. Para Inés y su marido supondrá recuperar una casa que estaban estrenando. Ella, embarazada de 38 semanas, intentó mantener a raya los nervios temiendo que se iniciaran las contracciones y se empeorara la situación. “Pensamos que se podría inundar uno o dos palmos y cuando el agua llegó al techo en cuestión de segundos vimos que era algo incontrolable, no sabíamos lo que podía pasar”, señala y apunta a que el pequeño tejado del baño fue la opción de escape que la pareja pensó si el nivel seguía subiendo. “No soy mucho de rezar pero esa noche recé más que nunca, fue una noche interminable, no paraba de llover, no pudimos pegar ojo”, agrega.

Ángeles Parejo, el coste de recuperar la sonrisa

Ángeles Parejo, entre algunas pertenencias recuperadas en el patio de su casa. / Javier Flores

A su vecina Ángeles Parejo le dio una crisis de ansiedad y la UME la tuvo que trasladar al ambulatorio. Todavía sueña con el sonido atronador de la riada llevándoselo todo a su paso y los gritos de la gente anunciando que se había desbordado el arroyo. “Mi marido intentó sacar los coches del garaje y ya no pudo, creí que el agua nos llevaba y que si el muro de atrás cedía estaríamos perdidos”, comenta esta mujer que, con esfuerzo, empieza a recuperar la sonrisa. “Estuve temblando toda la noche, con la boca seca y el cuerpo descompuesto, pasé muchísimo miedo”, reconoce. En su patio se secan unos peluches, las bicicletas y algunas ropas medio salvadas para estos días de faena. De las herramientas, los vehículos, motores y muchos bienes materiales han tenido que despedirse. Hasta el miércoles, cuatro días después de la tromba, esta calle no pudo abrirse al tráfico.

Pepa Marfil, noche en vela con los pies en alto

Pepa Marfil, sentada en la cama como esperó a que amaneciese tras la tromba. / Javier Flores

No muy lejos, también en la parte más afectada de la localidad de Campillos, Pepa Marfil puede contar que a sus casi 80 años esperó pacientemente en su cama, y sola, a que el agua no siguiera subiendo. “Yo escuchaba la tormenta pero creí que no iba a entrar el agua, me despertaron los gritos de mi vecina y cuando me bajé de la cama todo era agua y barro”, recuerda. Con una manta en los pies se atrevió a ir a la cochera, donde ya nadaban sillones y ropas. Su amiga le gritaba que se subiera a la encimera de la cocina porque la casa es de una sola altura pero se sintió incapaz de hacerlo. “No podía ni andar”, recuerda. Decidió volver a la cama, sentarse frente a la ventana con los pies en un banquillo. “Veía el agua de pasar calle abajo y cómo la riada se llevaba los coches”, relata. Asegura haber pasado mucho miedo. “La pena te ahoga, sobre todo estando tan sola, esperanzada a que vengan a por ti”, dice y confiesa que nunca había vivido nada parecido. Porque, concluye, “esto fue para verlo, no para contarlo”.

Abandonar el temor y recuperar el pulso

Decenas de bomberos forestales del Infoca intentan devolver algo de vida a lo que era un parque infantil y otros tantos retenes y camiones baldean el campo de fútbol municipal, que vuelve a ser verde. En las calles más afectadas por la tromba del pasado domingo, mujeres y hombres manejan bombas de achique, palas, fregonas y carretillas. Algunas vías siguen cortadas días después y en cualquier poste o farola se apilan somieres, colchones, puertas, sofás, electrodomésticos y cajas a la espera de ser recogidos. Toneladas de bienes que acabarán en el vertedero, pertenencias ganadas con el esfuerzo del trabajo diario a las que hubo que dejar en la cuneta echadas a perder por las inundaciones. Juan Antonio Cordón y un compañero han llenado siete grandes cubas con los desperdicios recogidos. “Y eso solo en tres calles, imagina todo lo que habrá en el pueblo”, dice. Es peón de albañil y agricultor. Antes de empezar la campaña de la aceituna, a Juan Antonio lo llamaron del Servicio Andaluz de Empleo para un contrato de 15 días. “Íbamos a arreglar aceras”, cuenta. Pero ocurrió lo inesperado y desde el primer día lleva quitando lodo, ramas y muebles. “Por aquí pasaban dos arroyos, uno se tapó, y se han hecho las cosas sin pensar en que podía caer algo tan grande como lo del otro día”, considera y agradece también la colaboración de propios y extraños. “La gente ha colaborado mucho y eso es para agradecerlo toda la vida”, estima. Mientras realiza su trabajo ha visto a los campilleros “muy afectados, la lluvia se ha llevado casi todos sus enseres, la verdad es que es una lástima”, agrega. El embovedado del arroyo puede verse perfectamente algunas calles más allá porque el suelo se hundió y con él una parada del autobús. Los ladrillos de algunas aceras, que saltaron como las piezas de un puzzle al caer, son una muestra más de la fuerza del agua. El ambulatorio, los centros escolares y los edificios públicos han ido recuperando el pulso pero aún se ven coches arrumbados, solos en mitad de lodazales, como testigos mudos de la noche más larga de todas, esa que Campillos nunca podrá olvidar.

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