Domingo de desolación
Coronavirus en Málaga
El primer domingo bajo el estado de alarma se salda en Málaga con calles vacías, colas en las panaderías, paseadores de perros y una impactante impresión de tiempo suspendido
Málaga/Paco, el quiosquero del Compás de la Victoria, lleva puestos sus guantes para garantizar la máxima limpieza en la operación. Los quioscos y locales de prensa tienen, de momento, permiso para seguir abriendo, "pero esto un palo, de todas formas. Lo importante vendrá después, cuando haya que recuperarse. Aunque nos recuperaremos, por supuesto". La calle no ofrece exactamente la estampa que cabría esperar de un paisaje distópico: hay paseadores de perros y colas abundantes en las panaderías, de donde salen los clientes con reservas para varios días ("Pero, ¿a dónde vas con tantas barras de pan, muchacha? Cuando acabe la cuarentena no vamos a caber por la puerta", comenta jocoso uno de los pacientes usuarios). También hay algunos intrépidos que, bien por desconocimiento, bien por arrojo, han salido a correr o a completar su imperdonable carrera dominical en bicicleta. No son muchos, al cabo, apenas dos o tres excepciones; pero su presencia resulta casi exótica en una mañana nubosa marcada por el desamparo. Una mujer espera el autobús en la parada. El vehículo no tarda en llegar. La mujer accede por la puerta central y se dirige al conductor con su tarjeta en ristre. La EMT ha prohibido el pago en metálico. En algunos establecimientos de alimentación empiezan a sugerir también el pago con tarjeta de crédito para evitar la infección a través de las monedas. La impresión es de un mundo aséptico en un tiempo suspendido. Es cierto que la coincidencia del domingo en esta primera jornada de confinamiento reduce un tanto la alucinación de la escena, pero el silencio pesa como plomo. De pronto, las campanas de la iglesia de la Victoria llaman a misa. Sale espantada una bandada de pájaros. Las puertas están abiertas, pero no hay feligreses en la plaza. Dentro se concentran un puñado de fieles, pero la mayoría ha preferido seguir la eucaristía desde casa, por televisión. Un chaval con chanclas, vaqueros y unos aparatosos auriculares pasa a toda velocidad como si la epidemia no fuera con él mientras se lía un joint. Un perro flaco y sin collar trota a su lado, obediente.
De camino al centro, la sensación de vacío se acrecienta. El Jardín de los Monos, que el día anterior había ejercido su proverbial resistencia con las terrazas abiertas al sol hasta que la orden del Ayuntamiento se hizo inexorable, es ahora un páramo. El tiempo acompaña: las nubes lo cubren todo y hace frío. La coyuntura ideal para quedarse en casa. La calle Victoria es un desierto, más sucia aún que la jornada anterior, con los contenedores de reciclaje a rebosar y plásticos, botellas y papeles desperdigados. Una mujer pasea al perro, un señor con abrigos y bufandas como para rendir Stalingrado camina solo con gesto de mal humor. En la Plaza de la Merced uno se acuerda del Diario del año de la Peste de Daniel Defoe: las vallas que protegen el solar de la antigua manzana del Cine Astoria se alzan como una tétrica prisión para los miserables mientras en las casas cada familia se divierte como puede. La mayor parte de las ventanas, eso sí, están cerradas a cal y canto. Las terrazas están recogidas y el suelo mojado. En un banco hay dos hombres con aspecto desorientado, sentados, esperando a que pase algo, sin abrir la boca, como en una obra de Beckett. Y entonces cabe pensar en la situación de quienes duermen habitualmente en la calle, en la escasa novedad que para ellos supone la clausura de sitios a los que no entran nunca. El aspecto de la calle Granada es sobrecogedor, con los bares y los hoteles cerrados y la Plaza de la Judería, habitualmente sometida al bullicio, ahora congelada en la ausencia. No hay nada, ni nadie. No se veía algo así desde la guerra. O eso quiere suponer uno. Desde una ventana de calle Beatas, la música rompe la quietud. Bob Marley canta No woman no cry. Y hay una cierta paradoja en esta irrupción que el ánimo llega a agradecer.
En la Plaza de la Constitución y la calle Larios la estampa es la misma, inclinada al vacío, gobernada por el silencio. Sólo algunos turistas se cruzan en el camino. Ya no hay visitas guiadas ni excursiones: todos arrastran sus equipajes, vuelven a casa. Un coche de la Policía avanza a velocidad de caracol por la calle Larios. Los agentes se detienen y preguntan a los mismos turistas hacia dónde se dirigen, les informan de la situación y les dan indicaciones precisas sobre las medidas a seguir. Las paradas de autobús de la Alameda tienen más afluencia, pero se trata, igualmente, de turistas que buscan la manera de llegar al aeropuerto. En la misma Alameda hay algo más de tráfico. En las farmacias abiertas entra y sale una esporádica clientela. El Muelle Uno, lleno a rebosar cada domingo, es ahora un monumento a la soledad. Igual que el Soho, igual que la Avenida de Andalucía. Junto a El Corte Inglés, una chica pasea a su perro, un pastor afgano de dimensiones colosales, impasible ante la posibilidad de tener toda la acera para él solo. Muy cerca, un hombre que se cubre la cabeza con un gorro de pescador y que lleva una mochila a la espalda se agacha y coge una colilla. Hace ademán de acercarse a un servidor pero parece reparar en que ahora las distancias cuentan. De hecho, doy los primeros pasos de mi propia retirada. Desde su posición, alza la voz y me pregunta si tengo fuego. Con la misma claridad le respondo que no fumo. Nadie más nos escucha. La joven del perro ha desaparecido misteriosamente. Y no habrá nadie que nos escuche, aún, durante mucho tiempo.
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