Visto y Oído
Broncano
Coronavirus en Málaga
Málaga/Lunes por la noche, cerca de las 22:00. En Atarazanas, junto al mercado. Una joven camina en medio de la carretera. No hay nadie más en la calle. Lleva pantalón y chaqueta vaquera y una mochila a la espalda. Deambula sin rumbo aparente y sin hacer caso a los pocos coches que pasan a su lado. Los conductores la increpan para que suba a la acera, pero ella no hace caso. Hay coches de la Policía por todas partes, los agentes vigilan con extrema atención el cumplimiento de las medidas de aislamiento, pero en este preciso momento ninguno pasa por aquí. La mujer tiene los ojos muy abiertos y el rostro desencajado y picado de viruelas. Pide a voz en grito a los conductores una moneda. Nadie le hace caso. Entonces alza la voz, desesperada, como clamando a quien pudiera escucharla: "¡Tengo hambre! ¡Por favor, denme una moneda o algo de comer! ¡Ya no puedo más!" Casi al instante, alguien arroja desde una ventana un bocadillo envuelto en papel de aluminio y metido en una bolsa de plástico. La joven corre a por el bocadillo, da las gracias también en voz muy alta, retira el envoltorio y empieza a comer mientras camina apresurada a perderse en la calle Nueva. La impresión que deja la noche es desoladora. En la Alameda y la calle Córdoba únicamente rompen el silencio tres autobuses.
El martes, a eso de las 11:00, cae un chaparrón que sorprende a quienes guardan cola en un supermercado en Cristo de la Epidemia (qué poderosa significación encierra ahora este nombre, tan cotidiano, tan incómodo ahora). En el establecimiento han impuesto un riguroso control de acceso para evitar aglomeraciones. Un empleado, con la mascarilla puesta, va dando paso de uno en uno a los clientes. Ante la lluvia, que ha pillado a todos sin paraguas, algunos desisten, salen de la cola y vuelven a sus casas: no es el mejor momento posible para pillar un resfriado, tengo esto que ver o no con el coronavirus. La mayoría, sin embargo, se quedan. Las colas se multiplican en prácticamente todos los comercios. De nuevo, con ímpetu, en los estancos: cuando parecía que la población fumadora había quedado relegada a lo anecdótico, aquí sigue, se rebela, poderosa, dispuesta a llenar de humo gris su particular confinamiento. Por lo general, en los barrios se percibe, también ahora, una actividad inferior a la habitual pero lejos de parecer inexistente: hay tráfico bastante más allá de los camiones que descargan sus mercancías, obreros en locales comerciales, gente que pasea con perros o sin ellos, trabajadores de Limasa que barren las aceras, jardineros, operarios de diversa consideración metidos en faena y también transeúntes anónimos. Abundan las mascarillas, pero a estas alturas ha quedado claro, o debería, que la mejor de las soluciones es no salir de casa. Es de esperar que, con los supermercados abiertos, igual que las panaderías, las carnicerías y las farmacias, todos los que van a sus anchas lo mismo en Ciudad Jardín que en Santa Julia tienen un motivo comprensible y legítimo para saltarse el aislamiento. Pero lo cierto es que la Policía Local se deja ver mucho más en el centro que en los barrios, y seguramente es aquí donde más falta hace un seguimiento exhaustivo.
El centro, por el contrario, mantiene el tono fúnebre del lunes. Si entonces se podía ver a algún turista despistado, ahora ya no aparece prácticamente ninguno. Los autobuses circulan por la Alameda prácticamente vacíos. Tras el chaparrón, las nubes se han disipado y luce un sol ya casi primaveral que refuerza la sensación de soledad. La Policía Local aborda ya sin reparos a los pocos transeúntes que se asoman para informarles de las situaciones y darles instrucciones para que vuelvan a sus casas. En las tiendas de alimentación y las panaderías la afluencia es mucho menor que en los barrios, pero no así en las farmacias, donde se forman colas bien largas en claro contraste con el vacío general. Hay gente que pide limosna. Las iglesias están cerradas. Un repartidor de Glovo atraviesa la calle Larios en su bicicleta a toda velocidad. En este paisaje, los repartidores de comida a domicilio constituyen una anomalía que el cronista casi agradece, aunque es inevitable preguntarse por los riesgos que entraña esta actividad. Igual que el reparto del correo, que sigue funcionando puntualmente para el envío de facturas y domiciliaciones que hay que seguir pagando dado que hay quien se resiste aún al correo electrónico. La mascarilla que llevan los carteros es una protección insuficiente, como la de los mismos repartidores, conductores y demás profesionales que siguen en la brecha. Así que no hay más remedio que preguntarse, también, cómo acabará todo esto. Cómo andaremos dentro sólo de diez días, cuando el confinamiento haya pasado de ser una novedad exótica a una penitencia consciente y de gestión difícil.
Carretería es una arteria lóbrega, hecha de una sustancia plomiza a pesar de que ha salido el sol. Una mujer tocada con un hiyab arrastra un carrito de la compra y se esfuma tras la esquina de la calle Gigantes. Un hombre vestido con chaqueta de cuero camina dando zancadas veloces, sube la Tribuna de los Pobres y continúa al mismo ritmo en dirección a Mármoles. Una joven pasea al perro. Ella lleva la mascarilla, el animal tiene puesto un bozal. Y poco más. El silencio es aquí también rey, pero desde las ventanas se filtran a veces conversaciones, ruidos, músicas, una risa, una discusión, signos de vida que delatan que todo lo que falta en la calle está donde debe estar, recluido y a buen recaudo. Si en Málaga la vida ha estado siempre en la calle, en verano y en invierno, expuesta y radiante a la vista de todo el mundo, ahora se oculta ahí, detrás de las ventanas, en la más absoluta privacidad. Un coche de la Policía pasa por la calle con disciplinada observancia y continúa hasta Álamos. Vuelven las nubes. El invierno da sus últimos coletazos a lo suyo, sin preocuparse por nosotros.
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