Nueva Normalidad y viajes en el tiempo
Coronavirus en Málaga
Entre la incertidumbre y la sospecha, la desescalada promete ser un bosque de paradojas que pondrá a prueba la memoria de Málaga
Quedará después una ciudad mermada a la que se podrá mirar, tal vez, de otra manera
Málaga/Un hombre de unos cuarenta años camina por la calle Alcazabilla con sus dos hijos pequeños. La niña circula con sus patines, debidamente parapetada con su casco, rodilleras, coderas y demás elementos protectores, mientras el niño hace lo propio con igual armadura pero montado en una bicicleta con ruedines. Con la paciencia debida, el hombre mantiene el control para que los niños no se separen demasiado. Pero la calle está vacía, así que puede tirar de manga ancha sin excesiva preocupación. Los tres llevan sus mascarillas correspondientes y disfrutan el primer día de desconfinamiento infantil otorgado por el Gobierno. En éstas, los niños empiezan a hablar entre ellos con un volumen de voz progresivamente más alto, como si se estuvieran alejando en altar, lo que seguramente forma parte del juego. Al mismo tiempo, una señora viene caminando desde la Aduana, extrañamente elegante, como si acudiese a algún evento de postín, aunque son las 13:00 de un domingo en el que queda la absoluta certeza de que no va a pasar nada. El hombre reconduce a sus hijos a un lado de la calle para que dejen paso a la mujer a suficiente distancia y aprovecha para pedirles que hablen más bajito, como haría el alcalde, instrucción que los pequeños asumen de inmediato. Sin embargo, la mujer luce una particular amabilidad detrás incluso de su mascarilla e invita al padre a que relaje el rigor: "No, déjelos usted, no sabe la alegría que da poder escuchar a los niños en la calle otra vez. No era yo consciente de lo que los echaba de menos". Las redes sociales empiezan a echar humo con gente indignada ante lo que parece una vulneración masiva de la cuarentena con la excusa de la salida de los niños a la calle, pero mientras en la Plaza de la Merced juegan apenas cuatro o cinco familias debidamente separadas, el resto del entorno está prácticamente vacío. Sólo estos dos niños rompen el habitual silencio reservado a los pájaros. Sin embargo, tan breve representación es suficiente para evocar el día de Reyes, como si los juguetes fuesen de estreno, y tal vez lo eran, o al menos esa impresión quedaba después de tantos días de desuso. Hay que admitir, no obstante, que hace ya mucho tiempo que no se oye a los niños jugar en la calle. Al menos aquí, en el centro, pero también en no pocos barrios en los que las plazas no invitan precisamente al esparcimiento. La nostalgia de ese jaleo inocente es, para ser honestos, anterior al coronavirus.
Los niños han seguido saliendo durante el resto de la semana, ya con menos polémicas, a menudo también con balones, bicicletas, combas, coches teledirigidos y otros artilugios que esperaban su oportunidad tristemente guardados en sus cajas, confinados también ellos en los altillos, a la espera de una absolución que parecía demorarse durante siglos. Y en algunos enclaves, como la plaza de la iglesia de la Victoria, la sensación de domingo ha perdurado hasta imitar en ocasiones aquella presencia de niños en la calle que desapareció hace ya algunos años, bastantes, demasiados. La diferencia, más allá de las mascarillas, es la permanente vigilancia de los padres: antes, qué cosas, los niños salían, salíamos, solos a la calle, cruzaban avenidas sin miedo a los coches, organizaban partidos de fútbol en los descampados, ocupaban plazas y bordillos con chucherías y cromos. La prioridad absoluta concedida a la seguridad antes que a cualquier otra consideración y la virtualidad del ocio a edades cada vez más tempranas acabaron con todo aquello. No es cuestión de andarse con nostalgia tampoco aquí, ojo: esa misma virtualidad permite a muchos niños mantener el contacto con sus amigos estos días (y qué criterio de clase el que disgrega entre la normalización de la virtualidad como instrumento de relación social y la absoluta carencia de estos instrumentos en los hogares, por razones económicas pero también de otra índole: si para Noam Chomsky el smartphone es el músculo de Dios, el capitalismo tiktok arroja sus dados donde no siempre podemos verlos), y de hecho ya habríamos querido pillarla algunos en la EGB; pero sí de admitir, con todas las salvedades que se quiera, que el primer gesto de la desescalada ha devuelto a las calles la presencia de los niños de manera consciente, algo que seguramente no sucedía desde los años 90. Del mismo modo, el plan trazado hasta la consecución de la Nueva Normalidad, lema perfecto para una utopía de ciencia-ficción, es un viaje en el tiempo, una regresión a una Málaga que fue y en gran medida se extinguió, entre la especulación y el delirio.
Porque una Málaga con las terrazas al 30% de ocupación, especialmente en el centro, nos conduce a aquella otra Málaga en la que era relativamente fácil encontrar sitio para parar un rato y tomar algo hasta que se hacía la hora de comer. La Málaga en la que podías acomodarte en la barra del Quitapenas, de la Raya o de Casa Luna para que los mayores pidieran un vino y un zumito para sus niños, si los llevaban. Era una Málaga de rostros familiares, de costumbres sencillas y escasas aspiraciones. Sucia, pero tampoco mucho más que la de ahora. Y era, sobre todo, y aquí radica la principal distinción, una Málaga sin turistas: mientras los visitantes se dirigían a Torremolinos o a Marbella nada más llegar al Aeropuerto, la capital (ya Torremolinos había dejado de formar parte de Málaga hacía mucho, stricto sensu) permanecía en ese limbo amable y desnortado que se manifestaba prácticamente igual en verano y en invierno. Y justo esto es lo que nos espera, incluso de manera prolongada también cuando hayamos abrazado ya la Nueva Normalidad: una Málaga sin turistas, que tardarán en volver, al menos en los niveles conocidos, bastante más de cuatro meses. Nos aguarda, ya a la vuelta de la esquina, una Málaga sin aglomeraciones en la calle Larios, sin cruceristas en la calle Granada, igualito que cuando circulaba por aquí el tráfico rodado. Habrá que ver museos vacíos, primero por la reducción del aforo al 30%, después porque los pocos turistas que lleguen y los usuarios nativos se lo pensarán aún un tanto, qué hacemos, entramos o no entramos. Mantendrá Málaga su Puerto ganado al paseo, claro, pero con menos afluencia, con menos bullas en el Palmeral y el Muelle Uno, un tanto más cenizo, más parecido a lo que fue cuando únicamente nos quedaba el Paseo de la Farola como conexión marítima sin necesidad de ir a la playa. Y, sobre todo, Málaga volverá a tener la cabeza algo más gacha, con menos ínfulas, con más ganas de que pase algo, arrinconada en una cordialidad sospechosa, acomplejada y vulnerable. La cuestión es: ¿cómo encajar la actual Málaga espléndida, turística, arrebatadora, picassiana, cosmopolita, luminosa, ambiciosa, prometedora y digna de la portada de The New York Times en este molde previo, en la media de la tabla, conforme, de hombros encogidos? De la única manera posible: con mucho dolor, por parte de la hostelería, de los empresarios, de los trabajadores y de todos los implicados en la definición cultural de Málaga. Un dolor que tendrá que ver principalmente con la pérdida, con la ruina y el desempleo, a la espera de que lleguen medidas de alivio; pero también con la certeza de que todo lo ganado podría perderse fácilmente si aquello con lo nadie cuenta tiene el capricho de suceder.
Porque, en parte, de eso se trata: este cinturón que hay que abrocharse y que amenaza con desplazarse de la cintura al pescuezo entraña la oportunidad de comprobar de primera mano todo lo que Málaga ha ganado en estos últimos veinte años, todo lo que ha cambiado desde aquella ciudad gris sin turistas, el modo prodigioso en que ha logrado reinventarse hasta convertirse en una urbe moderna, sin complejos, crecida en sus contrastes, admirada por muchos que antes ni siquiera barajaban venir de paso. Al mismo tiempo, la desescalada debería permitirnos recuperar aquellos signos que quedaron erosionados y que nunca debieron desaparecer: fundamentalmente, los de una ciudad en la que el apogeo del turismo y el desarrollo conviven con el juego de los niños, el esparcimiento de los vecinos, el encuentro y el derecho de todos a disfrutar lo ganado, lo público entendido como rentabilidad, no como concesión. Sabemos que el rumbo es bueno: ahora, el viaje en el tiempo debería resultarnos ilustrativo para terminar de redondearlo. Por lo menos.
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