Confinamiento en la casa de todos
Coronavirus en Málaga
Más allá de la eficacia municipal, que Málaga sea una ciudad habitable depende, también, de la responsabilidad personal
Y tal vez la obligada cuarentena contribuya a diluir los límites entre los espacios públicos y los privados allí donde deben confluir
Málaga/Resulta paradójico, casi irónico, salir a la calle (con el permiso correspondiente, que conste, para ejercer el oficio de cronista) y encontrar colgados de las farolas los carteles de la última campaña de concienciación del Ayuntamiento: "Si queremos una Málaga más limpia, hay que ser más limpios". Confieso que cuando vi semejante lema por primera vez tuve que leerlo dos veces para confirmar que, efectivamente, el mensaje estaba escrito exactamente así. De modo que para tener una Málaga más limpia hay que ser más limpios. Bien, es fabuloso. Nadie lo habría expresado mejor.
Es evidente que el Gobierno local pretende trasladar a la ciudadanía la responsabilidad respecto a la limpieza de las calles, pero difícilmente se podría haber optado por una perogrullada de mayor calibre. A lo mejor se podría haber ido un poco más allá de la idea de que si ensucias, lo que ensucias se queda sucio, sin temor a que el probo peatón al que le da por pararse se haga un lío. Al menos, eso sí, la fórmula entrañaba un avance considerable respecto al Tssh, tssh, cusha, se te ha caído con el que Teresa Porras nos deleitó la pasada Feria. El "Hay que ser más limpios" incorpora una cierta seriedad administrativa, con un leve tono autoritario, casi de catequesis. La ironía llega cuando ahora, en plena pandemia, con todo el mundo metido en sus casa, no hay bicho viviente que se tope con los carteles, salvo los jabalíes que corretean por El Limonar.
Y sin embargo, a poco que uno dé un paseo de manera concienzuda, sobre todo en los barrios, en El Palo, un poner, o en La Victoria, o en la Cruz de Humilladero, resulta que Málaga sigue estando sucia. Muy sucia. Tal vez no tanto como en sus mejores momentos, de acuerdo. Pero inexplicablemente invadida de porquería ahora que, presuntamente, todo el mundo está metido en su casa. De hecho, desde que hace una semana se diera luz verde a las actividades económicas ahora permitidas, la suciedad se hizo más notoria. Y eso que los empleados de Limasa mantienen los contenedores recogidos y desinfectados al día. Lo más notorio de este sinsentido es que buena parte de quienes sacan a sus perros de paseo no se preocupan de recoger sus deposiciones. Es inexplicable, pero basta darse una vuelta para corroborarlo.
Además, como no se deben dar paseos muy largos, los propietarios dejan los regalitos donde mejor les pilla, frente a los portales si es preciso. Se entiende que, dado que la Policía anda ahora más preocupada en poner otro tipo de sanciones, y dado que, como todo el mundo está enclaustrado, tampoco es que el descargo vaya a importunar mucho, pues ancha es Castilla. Y entonces sí, no hay más remedio que admitir que para determinadas cuestiones hay que dirigirse a cierta gente como si le costara la vida comprender una oración compuesta.
Pero no sólo: jardineras, esquinas y cualquier rincón insospechado amanecen cada día llenos de plásticos y envoltorios. Al cabo, si hay gente dispuesta a saltarse el confinamiento porque sí, porque se lo merece, qué no cabrá esperar de la disposición de muchos a mantener las calles hechas un asco. Es muy triste tener que asimilar que en el problema de la suciedad de Málaga, que es un problema antiguo, polémico, a prueba de concejales y sin solución aparente, muchos malagueños constituyen parte del mismo. Ha apuntado más de una vez el alcalde, Francisco de la Torre, y con razón, que el quid fundamental es la educación, y sí, acierta: quien tiene un mundo pequeño, limitado al ahora, es por lo general incapaz de considerar que el respeto a uno mismo pasa por el respeto al otro.
Quien lo pone todo perdido puede pasar por alto, por no emplear una expresión más zafia, el derecho de todos a tener una ciudad limpia y seguir luego a lo suyo sin importarle las consecuencias; pero, antes incluso, se está insultando a sí mismo, aunque pretenda que no le importa. Poco se puede decir, sin embargo, ante la evidencia de que hay quien, incluso en circunstancias tan extraordinarias como las que nos tocan, es capaz de actuar como si el resto del mundo no le importara. Ahora que tan claro ha quedado hasta qué punto dependemos los unos de los otros, quien se salta el confinamiento, quien aprovecha la soledad de las calles para ensuciarlo todo, representa un fracaso que no se soluciona únicamente a base de multas. Entre todos los motivos de tristeza que deja la pandemia, éste no es menor.
No es moralismo. Es política. Impresiona salir a la calle y encontrar las avenidas que cruzamos habitualmente, los pasos de cebra que preferimos, los paisajes que acogen nuestra refriega diaria, completamente asolados, como olvidados a su merced, congelados en una pesadilla gris en la que no hay nadie, en la que nadie asoma.
El ansia de terminar con el confinamiento y volver a las calles tiene que ver, también, con la certeza de que esas aceras, esas plazas, esos recodos, así como sus comercios, sus bares, sus establecimientos, su mobiliario y sus adornos también son nuestra casa. La casa de todos. Una casa en la que pasamos buena parte del día. A veces, incluso, invertimos aquí más tiempo que en nuestra casa particular, ya sea por ocio o por obligación. Y la calle es nuestra casa porque nos la hemos ganado. Porque somos ciudadanos, contribuyentes y consumidores pero, ante todo, vecinos. La cuarentena nos ha arrebatado esta otra casa y sí, la echamos de menos. Pero para cuando volvamos, habrá que ganársela de nuevo. Seguramente uno de los mayores signos de la civilización es la disolución de los límites entre el espacio público y el espacio privado en cuanto a actitudes, comportamientos e incluso relaciones sociales. Cuidar la casa pública con el mismo mimo con el que cuidamos la casa particular debería ser una exigencia, no una aspiración, pero para eso hay que partir del respeto a lo propio.
Precisamente, uno de los valores más importantes y dignos de reivindicación del feminismo es la idea de que tampoco en el ámbito privado podemos hacer lo que nos dé la gana. Que, como objeto político, la casa implica la sujeción a unas normas que pasan, igualmente, por el respeto al otro. Quién sabe si la epidemia entraña una oportunidad para que, una vez levantada la clausura, los espacios privados y públicos confluyan allí donde deben. Que los malagueños sientan su calle como su casa y su casa como su calle, con la misma integridad y la misma atención.
Porque sí, las calles están vacías ahí fuera. Y no valdrá volver a ocuparlas de cualquier manera. La actitud de buena parte de los pocos que salen invita a pensar que habrá que hacer pedagogía desde cero, porque tampoco habrá turistas ante los que haya que mantener el decorado bonito. Corresponderá hacer de Málaga una ciudad habitable para nosotros, sus vecinos. Y quien no esté dispuesto haría bien en seguir metido en casa, sin dar señales. Para estorbar, o para no contribuir, ya es demasiado tarde.
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