Cuentos de la Gran Bretaña: Edimburgo I (Las metamorfosis)

El jardín de los monos

Hicimos un viaje muy bueno de Lincoln a Edimburgo. Estábamos en la capital de Escocia y llegamos por la tarde con tiempo inestable

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Sublime sublevación

Castillo de Edimburgo.
Castillo de Edimburgo. / Gerardo Mora
Juan López Cohard

12 de noviembre 2023 - 06:26

Málaga/...porque, mientras queden al menos cien de nosotros, nunca seremos reducidos bajo el dominio inglés. No es en verdad por gloria, ni por riqueza, ni por honores por lo que luchamos, sino por la libertad, solo por ella, que ningún hombre honrado entrega sino con la vida misma.” Declaración de Arbroath, 1320.

Arbroath es una abadía que se encuentra en la costa este de Gran Bretaña, al norte de Edimburgo, cuyo abad redactó esta declaración sobre la independencia de Escocia en forma de carta dirigida al Papa Juan XXII, segundo del pontificado de Avignón. Porque la historia de Escocia, a partir de la caída del Imperio Romano y ya bien entrada la Alta Edad Media, es la historia de una lucha permanente por evitar las injerencias inglesas y mantener su independencia.

Escocia ocupa el tercio norte de la isla de Gran Bretaña. Esta bañada por el mar del Norte, al este, el Atlántico junto al Canal del Norte que la separa de Irlanda, al oeste y al sur limita con Inglaterra. Estas tierras estuvieron habitadas por los caledonios que en tiempos de los romanos pasaron a llamarse pictos por su afición a tatuarse o pintarse el cuerpo. Ocuparon el centro y el norte, en tanto que en el resto habitaban los escotos que eran tribus celtas irlandesas. El caso es que, allá sobre el s. X, se conformó el reino de Alba, nombre que significa Escocia en gaélico. Los romanos, en principio, llamaron a estas tierras Caledonia por los bosques de “caledonios” o “pinos escoceses” que la cubrían. Pero como estaban habitadas por los escotos (scottis), los romanos cambiaron su nombre por el de Escocia.

Aunque los artefactos arqueológicos nos cuentan de los primeros pobladores de Escocia desde antes de la Edad del Hierro, no es hasta la dominación romana cuando tenemos noticias escritas de ellos. Pero lo cierto es que, lo que sabemos de ellos, son más fantasías que realidades gracias a la literatura y el cine. De los pictos, gente extraña, inquietante e indomable, conocemos lo que la imaginación de H.P. Lovecraft, de Robert E. Howard o de Rudyard Kipling nos ha contado, o las imágenes que han dejado en nuestra mente películas como “Centurión” en la que los pictos derrotan a la IX Legión romana, algo que nunca ocurrió.

Pero la historia de Escocia y su lucha con Inglaterra comienza en 1296, cuando el rey inglés Eduardo I Plantagenet, apodado el “zanquilargo” o el “martillo de los escoceses” por la cantidad de ofensivas que realizó contra ellos, invade tierras escocesas y el famoso William Wallace lidera la primera Guerra de la Independencia, aunque realmente la fama la alcanzó con Braveheart, interpretada por Mel Gibson. A partir de aquí se libran numerosas batallas y otros tantos reconocimientos de independencia a Escocia, hasta que en 1603 se produce la unificación de los dos reinos en la corona de Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia. Éste heredó la corona inglesa de su prima Isabel I, la última Tudor. Pero no terminaron aquí las disputas. A Jacobo que, como Estuardo, era católico, se le subleva su yerno Guillermo de Orange encabezando la Gloriosa Revolución y le arrebata la corona. Pero bueno, al final, en 1707, bajo el reinado de Ana I, última Estuardo, se produce la unificación política de Escocia e Inglaterra mediante el Acta de Unión. El poder se estableció en Londres y Escocia conservó su propia Iglesia, su sistema educativo y el judicial.

Hicimos un viaje muy bueno desde Lincoln hasta Edimburgo. Estábamos ya en la capital de Escocia. Llegamos por la tarde con tiempo inestable y acampamos en el magnífico camping “Mortonhall Park”. Sobre un espléndido prado de sedoso césped brillaba el arco iris. Junto a él una exuberante arboleda nos mostraba una magnífica estampa de vivos colores. Así nos acogió la capital, apodada la “Atenas del norte”. Si la griega es paraiso de dioses como Zeus y Palas Atenea, Edimburgo es morada de lo paradójico, de Jekill y Mr. Hyde, del empirismo de Hume o la Economía de Adam Smith a la ficción y la fantasía de Walter Scott, Stevenson o Conan Doyle. Ciudad de tradiciones y monumentos, de leyendas y misterios. Asentada sobre una loma cortada hacia el mar, como Atenas. Y si no es la mayor en número de habitantes de Escocia, superada por Glasgow, si es la más bella y rica en arte y monumentos de Gran Bretaña después de Londres. La ciudad nace con su castillo, Edimburgh Castle, en el siglo VII, impulsada económicamente por la vida que le aporta la Holyrood Abbey, una abadía agustina del siglo XII, y el Blackfriars monastery un monasterio dominico del siglo XIII hoy inexistente. Fue en el siglo XV cuando se convierte en la capital del reino escocés que antes ostentaba la ciudad de Perth.

Después de acampar y acomodarnos en el camping, decidimos ir a cenar por la zona del puerto en busca de una buena marisquería. El Puerto de Leith es uno de los mayores atractivos de Edimburgo. Ubicado al norte de la ciudad en la desembocadura del río Leith, constituye una atractiva zona llena de restaurantes, bares, tiendas y hoteles. Tras una minuciosa inspección, por fin dimos con un restaurante que nos pareció adecuado.

Una vez sentados en la mesa, dispuestos a tomarnos una buena mariscada, nos atendió una bella señorita con aspecto de pertenecer a una tribu de los pictos, hoy llamados escoceses. Con ella nos asaltó la sospecha de que, o por el restaurante o por nosotros, no había lo que se dice un buen maridaje. Nuestro lenguaje se hallaba a años luz del de aquella chica pelirroja que se parecía a Pipi Calzaslargas. Nuestro spanglish no era bueno, pero su englispanish era peor. Se dispuso a tomar nota de nuestra comanda. Le expliqué que queríamos langosta de primero. No entendía, por más que le repetía “lobster”, “lobster”. Recurrí, como otras muchas veces, al lenguaje universal, perfectamente dominado por mí: el indio culto. Le describí con las manos, por señas, una langosta, al tiempo que le gritaba: “lobster, fish”. Jamás hubo langosta que fuese mejor descrita. Para dejárselo aún más claro, abundé en mi descripción manual, señalándole que tenía dos largos cuernos, como toda langosta que se precie. Por fin me dijo que lo había entendido perfectamente. Lo dijo moviendo reiteradamente la cabeza en sentido afirmativo y diciendo: “Yes”, “yes”. Menos mal. Lo de los cuernos había sido definitivo. Pero… ¡Ja! Aquí nos dimos cuenta que estábamos en el restaurante de las metamorfosis ovidianas. Las langostas se habían convertido en cuatro chuletones de buey de un tamaño excepcional. Del tamaño de las langostas que yo le había indicado por señas. ¡Claro. Estaba claro! Los bueyes tienen cuernos. A ver quién le protestaba a la picta. Nos comimos resignados los chuletones que, por cierto, no estaban nada malos.

Observé que, en la mesa de al lado, la amable picta había servido un plato que llevaba unos higos como acompañamiento. Dado que los higos forman parte de mis frutas preferidas, pensé pedírmelos de postre. De nuevo vino la pelirroja a tomar nota. Esta vez -pensé- no utilizaré el indio culto para pedir el postre, así que solicité un papel y le pedí a Nani un bolígrafo para dibujarle a la simpática camarera unos higos. Mi esposa se negó a darme el boli por aquello de “a ver que higo le vas a dibujar”. ¡Caray! No te preocupes, mujer, que le voy a pintar una higuera con higuitos colgando. ¡Ah, bueno! -Me contestó, dándome el bolígrafo-. Con la camarera a mi lado, ante sus ojos, le dibujé, bastante bien por cierto, una higuera con su ancho tronco, sus raíces sobresaliendo del suelo, sus ramas plagadas de hojas palmeadas de cinco peciolos y, colgando, los higos, con forma de pera, a los que llegué incluso a pintarles la piel con ligeras grietas. No cabía duda, mi dibujo representaba perfectamente una higuera con sus higos.

Me relamía pensando en mi postre de higos mientras aguantaba el pitorreo de los demás. Pero el restaurante de las maravillas volvió a darme otra sorpresa. Los higos se habían convertido en tajadas de melón. ¿Pero será burra ésta tía? ¿Dónde habrá visto melones colgando de un árbol? En el restaurante de las maravillas todo era posible. Como en el Olimpo ateniense. Como en las Metamorfosis de Ovidio. Zeus se convirtió en cisne y sedujo a Leda, Calistopea se convirtió en osa y fue la Osa Mayor allá en el cielo, Dafne se convirtió en laurel y fue el árbol sagrado de Apolo, Acteón fue convertido en ciervo por Artemisa y se lo comieron sus perros de caza,... y en la “Atenas del Norte”, la langosta se convirtió en buey y el higo en melón. Con estas metamorfosis terminó el cuento y el día. Sin comernos un higo.

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