Antonio Hernández Rodicio
'Borraxeira' política
El jardín de los monos
Málaga/Si algo me ha hecho feliz en la vida ha sido viajar. Si tener un mapa en las manos, un mapa cualquiera del viejo atlas que ya utilizó mi padre en sus estudios, y dar suelta a la imaginación de lo que ha podido o puede haber por esos continentes y mares representados con vivos colores, es volar en éxtasis sobre un sueño dorado, ponerse a manos de un volante y hacer kilómetros y kilómetros por los mundos de ese mapa para ver campos, bosques y montañas, atravesar ríos cuyos trazos azules nos dicen por dónde discurren, visitar las ciudades cuyos nombres figuran grabados, conocer a la gente que habita en cada lugar y la historia que ha moldeado su forma de vivir y de ser, constituye el mayor gozo que jamás pude haber soñado.
Sabido es lo aficionados que son los británicos para, basándose en hechos reales aderezados a su propio modo, urdir cuentos y leyendas que acaban conformando el testamento de su historia. En el Reino Unido convertir un héroe en un fantasma no solo es fácil, sino que es casi de obligado cumplimiento. Es posible que eso lo favorezca el ambiente, más tenebroso que luminoso. O quizá sea propio de un pueblo imaginativo que se complace en dejar a los muertos vivos por siempre.
El mapa que teníamos abierto para planear nuestro viaje veraniego, era el mapa de Gran Bretaña e Irlanda. Como otros muchos veranos, mi esposa Nani y yo, nos dispusimos a coger la caravana y hacer un periplo por la isla mayor de las que teníamos delante, o sea, por la Gran Bretaña. Como en otras muchas ocasiones se unieron al viaje, planeado previamente, nuestros amigos Víctor y Conchi con su caravana. Y de ese periplo, en el que le dimos la vuelta a la isla, nacieron estos “Cuentos de la Gran Bretaña” que acompañarán al relato del propio viaje. Son historias más o menos aderezadas, leyendas locales, anécdotas acaecidas o pura ficción, aunque haya personajes históricos, de los lugares que visitamos. En ellos aprovecho la atmósfera reinante (“thebritish atmosphere”) para introducir al lector en el misterio.
La secuencia que a continuación describo de los cuentos marca la ruta que hicimos por el Reino Unido. El primero de los cuentos se sitúa en Canterbury (Inglaterra). Como no podía ser de otra forma, gira en torno a la figura de Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, asesinado a instancias del rey Enrique II Plantagenet, padre de Ricardo Corazón de León y de Juan sin Tierra. El cuento segundo se desarrolla en Lincoln (Inglaterra) y recoge una leyenda local en torno a una escultura que hay en una columna de la catedral y un falso bulo que dio lugar a la expulsión de la comunidad judía allí asentada durante siglos (no solo en España fueron expulsados los judíos). El tercero ocurre en Edimburgo (Escocia) y es el relato de una curiosa anécdota que nos ocurrió en la capital escocesa. El cuarto también es de Edimburgo y trata de la historia de un fantasma ¡Cómo no! El fantasma de un personaje que vivió y murió en la ciudad. En el quinto cuento se relata una leyenda sobre el escudo de la ciudad de Glasgow (Escocia). Es tan bonita que no he resistido la tentación de incorporarla. El sexto es pura ficción con personajes reales envueltos en la leyenda. Se desarrolla en Chester (Inglaterra). Y el séptimo y último cuento, se sitúa en Warwick (Inglaterra). Es una leyenda, con muchas posibilidades de ser cierta, sobre un personaje afantasmado del impresionante castillo de esta ciudad. Un castillo en el que más fantasmas pululan por las noches de toda Inglaterra. Y si de cuentos e historias hablamos, no podemos olvidar que anduvimos por los lugares que fueron la cuna de escritores como Christopher Marlowe, Walter Scott, Arthur Conan Doyle o Louis Stevenson. ¡Quién supiera escribir cuentos como los escribieron ellos!
Hace algo más de un par de décadas cuándo un día, de los primeros del mes de agosto, dos caravanas surcaron la autovía que une Málaga con Tarragona. 700 Kilómetros de un tirón. El siguiente día atravesaron la frontera de Francia por La Junquera y continuaron el recorrido hasta Dijón (ciudad francesa muy conocida por su mostaza). En estas dos primeras etapas solo tuvieron dos incidentes. El primero al atravesar La Junquera. Un fuerte viento en los primeros kilómetros de la autopista francesa les obligó a rodar a muy baja velocidad. Un viento habitual en esa zona que la hace muy peligrosa para las caravanas. Y el segundo fue la penosa travesía de Lyón. Penosa por el atasco que, por entonces, siempre se montaba al cruzar el río Saona. Tardaron muchos años en solucionar el problema construyendo una infraestructura adecuada. A ese atasco, se le sumó otro en el largo túnel que atraviesa el centro de Lyón, agravado por la tormenta que descargó agua a raudales, truenos, rayos y centellas. El túnel se convirtió en una trampa desesperante. El aguacero no amainó hasta bien entrada la noche ya en Dijón.
Desayunamos como es preceptivo en Francia un café au lait, baguette au beurre y el imprescindible croissant. Teníamos la pretensión de llegar ese mismo día a Inglaterra. Cogimos la autopista que, circunvalando Troyes y Reims, nos llevó hasta Lille. Tuvimos suerte y pareció que la autopista nos la habían reservado para nosotros solos. Esa tarde estábamos en Calais donde embarcamos con rumbo a Dover ¡Por fin tuvimos tierras inglesas a la vista! Siempre recuerdo esos inconfundibles acantilados blancos. Y siempre los he recordado gracias a una señora catalana que, en otra ocasión que hicimos esta misma travesía, al ver los acantilados comenzó a gritar: “mira, mira, el mateix, el mateix, que els de Sitges” (mira, mira, lo mismo, lo mismo que los de Sitges). Desde entonces a estos blancos acantilados los bautizamos como “los matéis de Sitges”. Después de hacer varios disparos me di cuenta de que la cámara fotográfica no marcaba el número de fotos realizadas. Pensé que se me había estropeado. Pero no, la máquina funcionaba perfectamente. No marcaba porque no tenía carrete. ¡Qué raro! Se me habría olvidado ponérselo. Cuando ya me disponía a enmendar mi olvido colocándole un carrete, miré a Víctor y le vi haciendo fotos a los acantilados con una cámara exactamente igual a la que yo llevaba. Me fijé bien, la miré y la remiré…, y le arrebaté la cámara. Víctor, sin entender nada, puso cara de interrogación. A lo que le espeté: ¡Víctor, tío. Que me has dado el cambiazo. Ésta cámara es la mía! Toma la tuya. Y es a ti a quién se le ha olvidado ponerle carrete! Pequeño detalle que Víctor reconoció haber olvidado. Ya me había extrañado que, cuando desenfundé la cámara, ésta llevara la tapa del objetivo. Tapa que yo había perdido hacía mucho tiempo pero…, sin echar cuentas, me la guardé en el bolsillo.
Cuando desembarcamos cogimos dirección Canterbury que era nuestro primer destino. La suerte nos sonrió encontrando un magnífico camping. El tiempo estaba inestable, nublado y algo fresco. Coincidía además que era la fecha de nuestro aniversario de bodas. Estupenda coincidencia que nos permitía, a Nani y a mí, celebrarlo en una de las ciudades más bellas, inquietantes e interesantes del reino de Inglaterra, aquella que nació de lo que fue un importante enclave romano, Durovernum, a orillas del río Stour en la ruta de Londres a Dover.
Canterbury, que deriva del nombre sajón Cantwarabyryg, alcanzó su mayor esplendor en la Edad Media cuando, ya con su nombre actual, el rey Ethelbert, descendiente de los “jutos” (invasores germánicos de Jutlandia), la hizo capital del reino de Kent que era el suyo. Posteriormente fue convertida al cristianismo por el abad y arzobispo (el primero) San Agustín de Canterbury (534-604), un monje benedictino enviado desde Roma para evangelizar Britania, al que no debemos confundir con San Agustín de Hipona (354-430), el teólogo, filósofo y escritor proclamado Padre y Doctor de la Iglesia. En el s. XI, otro arzobispo que también fue santo, el italiano Lanfranco, mandó construir una iglesia abadía, la Christ Church, que luego fue reformada y convertida en la Catedral Primada de Inglaterra. Catedral que se convirtió en la protagonista de la historia, la política y la economía de la ciudad. Canterbury se convirtió en un centro de peregrinación europeo a raíz del asesinato político del arzobispo Tomás Becket que también era lord canciller de Inglaterra. El magnicidio fue inducido por el rey Enrique II de Inglaterra y perpetrado por cuatro caballeros de la corte en el año 1170. La Iglesia convirtió el crimen en martirio y Tomás Becket fue santificado tres años después de su muerte por el Papa Alejandro III.
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