Espejos humanos de los conflictos
Sirios, ucranianos, malienses, saharauis y personas de otras nacionalidades pasan por el centro de la calle Ollerías en su búsqueda de "una vida mejor"
Shahin se levanta la camiseta. Su abdomen está lleno de cicatrices; unas de disparos y otra de la operación que le hicieron para extraerle las balas. "Si quieres vivir, tienes que salir", concluye. Shahin es sirio. Abandonó su país poco después de que empezara la guerra. Ahora está alojado con su mujer y sus hijos en el edificio de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) de la calle Ollerías de la capital.
Allí, cada persona tiene una dura historia de vida. Cada uno persigue sus sueños, busca alcanzar un destino y es espejo humano de un conflicto. El edificio, con reminiscencias de corralón, es una Babel de refugiados. Muchos han invertido los ahorros de su vida en un viaje de futuro incierto. La mayoría lleva un año atravesando fronteras para llegar a Europa, cuando en avión y con papeles la travesía sería de menos de seis horas.
Desgastados física, económica y anímicamente, han llegado a Málaga. "Yo pesaba 80 kilos. Ahora peso 60", reconoce Omar, de 32 años, otro sirio que salió porque no quería quedarse atrapado en el conflicto que destruye su país: "No quiero guerra, quiero cambiar mi vida y vivir tranquilo".
Shahin, Khadidja, Omar, Ayub, Hassan, Muesen, Yemal, Mahamane, Salec, Moh y muchos más se arremolinan en el patio a contar sus historias. La barrera idiomática complica el reportaje. Salec y Moh -dos saharauis- se ofrecen de improvisados traductores. Quizás porque ellos mejor que nadie saben el valor de solidaridad, quizás porque quieren que se oiga la voz de sus pueblos. Se atropellan palabras en inglés, francés, español y árabe. Y hasta señas, cuando hacen falta.
Así, cuentan que varios de los bebés alojados en el centro han nacido en el camino. Entre ellos, el de Shahin. Este sirio salió rumbo a Argelia al estallar el conflicto en su país. Allí conoció a Khadidja, con la que tiene dos hijos. Uno de un año y otro de un mes. Este último nació durante el trayecto hacia Europa. "Viajé embarazada de siete meses", relata ella. "Venimos a Europa para que los niños tengan una vida tranquila", argumenta Shahin. Ajeno a las heridas de bala de su padre y a los testimonios sobre la guerra de los demás, el niño -de ensortijados rizos rubios- tira el chupete una y otra vez y luego llora cuando no se lo dan; un juego que debe ser internacional.
A pocos metros, llama la atención un pequeño vestido impecablemente con un traje azul. También es sirio, de 8 años. Viaja con su padre, su madre, su hermana de 7 y un hermano de 7 meses. "Hace un año que salimos de Siria. El bebé nació en Marruecos", explica el cabeza de familia.
La mayoría ha pasado por Turquía, Argelia, Marruecos y Melilla, antes de llegar a Málaga. Yemal, un palestino que vivía en Siria, viaja con sus dos hijos. Cuenta que algunos tramos los han hecho andando y otros en avión, autobús y barco. "Llevamos 30 meses de viaje. Venimos a Europa porque tenemos miedo de la guerra. Venimos a salvar la vida, a cambiar la vida", relata. Su objetivo es llegar a Suecia. Otros quieren ir a Bélgica.
Pero El Dorado de la amplísima mayoría es Alemania. Dicen que porque en ese país tienen familiares y amigos. Allí esperan encontrar trabajo y paz.
El coordinador de CEAR para Andalucía oriental, Francisco Cansino, explica que por eso casi todos los sirios están en Málaga de paso. "Llegan y se van", comenta. Apenas se quedan unas pocas horas. El tiempo imprescindible para completar papeleo y obtener el billete que los lleve a Barcelona; una ciudad que los acerca más a Alemania.
El edificio de la calle Ollerías dispone de 65 plazas. Con los conflictos que han estallado en Siria, Malí y Ucrania, están casi siempre al completo. La mitad la ocupan ciudadanos sirios. "Lo que más está habiendo son casos de familias sirias con niños. En 2015 han pasado unas 600 personas de esta nacionalidad. Aunque cada conflicto que hay en el mundo se nota aquí", resume Cansino. Su teléfono no para de sonar. Mucho trabajo y mucha prensa. Desde que la imagen de Aylan -el niño de 3 años ahogado en una playa de Turquía cuando su familia escapaba de Siria- diera la vuelta al mundo, un conflicto que iba camino de olvidarse ha saltado a la primera página de los periódicos.
Cansino afirma que muchos de los refugiados han malvendido sus casas para entrar en Europa y dejar atrás una vida de guerra y horror. Una realidad que aquí sólo se ve en los telediarios, pero que ellos han vivido en primera persona. "He visto a bebés con malformaciones por armas químicas", asegura el trabajador de CEAR.
Al margen de los refugiados que son alojados en el centro de CEAR, fuentes del puerto indican que por ese recinto -procedentes de Melilla- pasaron el año pasado unos 8.000 sirios. Todos los jueves, el melillero trae unos 200. Muchos, militares de cierto poder adquisitivo que no quieren participar en la guerra declarada en su país. Con la ayuda de Cruz Roja y otras ONG, estos ciudadanos son repartidos por Andalucía, Extremadura y otros destinos de Europa.
Aunque la imagen de Aylan y las fotografías de refugiados hacinados en Hungría han puesto en primer plano la diáspora Siria, hay otros conflictos enquistados, olvidados y huérfanos de titulares de prensa. Entre ellos, el del Sáhara. Por eso Salec, Mohamed y Moh -tres saharauis que conversan en el patio del edificio de calle Ollerías- levantan la voz por su pueblo.
"Queremos la independencia de mi país. Los campos de refugiados de Tinduf llevan 40 años, 40 años", repite Moh para que quede clara su denuncia. De allí proceden los tres. "Vinimos para tener una vida mejor. Aquí vivimos tranquilos, pero el problema es comer", dice Salec. Hace tiempo que este saharaui ya no vive en el centro de CEAR. Se ha quedado sin trabajo y sobrevive gracias a la solidaridad de unos amigos.
Cuentan que en Tinduf, sus familias viven en jaimas. Que ellos vinieron para ayudarles desde aquí. "Pero ahora, sin trabajo, no podemos ayudar a nuestras familias", relatan.
Mahamane es de Malí. Tenía papeles, pero no sabe porqué, después de cuatro años, el Ministerio del Interior le denegó la residencia. Así que pidió asilo para estar documentado y no ser deportado. La Administración española aún no ha contestado a su petición. "Antes era un emigrante económico. Pero ahora ya es otra cosa. En Malí hay guerra y no voy a ir a la guerra", cuenta. Su sueño es legalizar su situación y traerse a su familia.
Cada uno que habla, pese a las barreras idiomáticas, logra describir la vida que ha dejado atrás, las penurias que ha pasado en el camino y los sueños que le empujan a un continente con otras lenguas que se ha visto obligado a abrir ligeramente el cupo de refugiados tras la devastadora fotografía de Aylan, símbolo de la tragedia de muchos pueblos.
Tras dos de horas de una conversación que gracias a la ayuda de un par de saharauis solidarios logra vencer las barreras idiomáticas, en el patio se quedan Shahin, Khadidja, Omar, Ayub, Hassan, Muesen, Yemal, Mahamane, Salec, Moh y muchos otros. Los niños, correteando; los mayores especulando sobre su futuro. El reportaje ha acabado. Fotógrafo y periodista se van. La diferencia entre la suerte de unos y otros es un pasaporte.
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