Una ciudad abstrusa
El jardín de los monos
De todos aquellos europeos que pasaron por Málaga en sus viajes por España, el que más me llamó siempre la atención fue el Barón de Davillier
El alcalde pedáneo
Por el país de los cátaros VIII: Albí (I)
Málaga/De todos los viajeros, especialmente los románticos del XIX, que han pasado por Málaga, pocos han considerado que ésta sea una ciudad monumentalmente atractiva. Es lógico si consideramos que todos venían a la exótica Andalucía buscando, según la moda del momento, el orientalismo que ésta ofrecía en Sevilla, Córdoba o Granada. Pero, en Málaga, casi todos quedaron prendados de su clima, su alegría y su seducción. Esa alegría que solo puede tener una ciudad que es hija del sol y de la mar, amante de arroyos, montes y riscos, y madre de peñas y cofradías. Una ciudad tan difícil de entender y comprender como tan fácil de enamorar. Una ciudad abstrusa que mejor no pudo ser definida que como la definió Ángel Caffarena ante la pregunta de si realmente Málaga existía: “Pues sí, existe, es. No sólo en su ámbito geográfico sino que, rebasado, toda ella se hace espíritu poético para tomar la vida que no tiene principio ni fin y que es más vida que la puramente vividera.”
Bien es cierto que, tras la guerra napoleónica, España se convirtió en un destino obligado para muchos europeos que se sentían atraídos por el pintoresquismo y el orientalismo de moda. España era un país extraño, insólito, en la Europa mucho más desarrollada como lo eran Francia o Inglaterra por esas fechas. Pero a la vez España estaba sufriendo una transformación importante. A mediados del XIX los ferrocarriles y el telégrafo estaban conectando gran parte del territorio, las chimeneas de las industrias se pavoneaban erectas en las ciudades y la economía estaba dejando de ser primordialmente agrícola. Había prisa en aquellos viajeros por no perder el subyugante pasado hispánico que ansiaban inventariar en sus libros, (la literatura de viajes estaba en pleno auge), especialmente los típicos personajes que habitaban aún en la sociedad española y que volaban por el imaginario de estos viajeros. Tipos que podemos ver en la colección de los barros malagueños del s. XIX del Museo Unicaja de Arte y Costumbres Populares. Una colección procedente del coleccionista inglés Peter Winckworth, entre los que se encuentran personajes como el mendigo, el torero, el charran o cenachero, el baratero, el buhonero, la bailaora, el guitarrista, el borracho, el cura, el caballista y el labriego, entre otros.
De todos aquellos europeos que pasaron por Málaga en sus viajes por España, el que más me llamó siempre la atención fue el Barón de Davillier que, cuando llega a Málaga, (recojo estas palabras de su obra “Viaje por España”), tras una coplilla que dice: “Málaga la hechicera, / La de eternal primavera, / La que baña dulce el mar / Entre jazmín y azahar”, escribe: “tal es el saludo que dirige un poeta español a una de las más bonitas ciudades de Andalucía, y nunca hubo alabanzas más merecidas”. Bueno, por lo menos el Barón se detiene a ver nuestra ciudad y la llega a considerar una de las más bonitas de Andalucía.
En 1862, el francés hispanófilo, anticuario y escritor, Charles Davillier, Barón Caballerizo Mayor del Emperador Napoleón III, junto a su compatriota el reconocido, y ya famoso a nivel europeo, grabador e ilustrador de libros, Gustave Doré, inician un viaje por España cuyas etapas se irían publicando por entregas en la revista de viajes “Le Tour du Monde” y que después se recogerían en la obra antes citada.
Fue Doré quién incita al Barón a hacer este viaje. Davillier era un enamorado de España a la que había viajado, al menos, nueve o diez veces cuando Doré le propuso hacerlo juntos para que le sirviese de guía. Aquél aceptó a cambio de que Gustave Doré ilustrase una edición del Quijote, algo que no solo aceptó sino que estaba deseando hacerlo y por eso quería conocer España.
El hispanófilo era un erudito coleccionista, experto en cerámicas, y fue quién dio a conocer la loza con reflejos metálicos hispano-morisca que pasaba en Europa, como toda la cerámica española, por ser de fabricación italiana. No obstante los textos más importantes de éste erudito fueron los de asuntos españoles. Davillier, cuando llega a Málaga, aunque habla fundamentalmente de los tipos malagueños, como casi todos los que le habían precedido en sus viajes por España, también nos deja un retrato de la ciudad. Doré y él no vienen de paso. Quieren ver y vivir la ciudad. Así, nos habla de su residencia en la Fonda de la Danza, una casona de huéspedes situada la Plaza de los Moros (que estaba a espaldas del antiguo muelle y que desapareció en 1950 para alinear la Alameda con el Parque) y hace referencia a la ciudad alegre y animada que se encontraron al llegar “en contraste con la calma y el silencio de las calles de Granada” de donde venían.
Nos habla de la Alameda que “es una gran avenida conquistada antiguamente al mar y plantada con dos filas de árboles magníficos” a la que, sin saber por qué, la llaman “el Salón de Bilbao”, curiosamente la Alameda fue del agrado y alabada por todos los viajeros de la época, y destaca la belleza de la Fuente de Génova que estaba en ella. Dice de las calles de Málaga que “han conservado, en ciertos barrios, su antiguo aspecto y que son estrechas y tortuosas, como en la época mora”. Escribe Davillier de que no son raros en Málaga los recuerdos de los moros y que están presentes en los nombres de varios de sus edificios, como Gibralfaro, la Alhóndiga (mercado de cereales que estaba junto a las atarazanas), la Alcazaba, las Atarazanas (antiguo arsenal moro, hoy Mercado Central), con “elegante puerta en arco de herradura (…). A cada lado se leen, como en la Alhambra, estas dos inscripciones árabes: Sólo Dios es poderoso, Sólo Dios es vencedor”. Y también nos describe ¡cómo no! la catedral, haciendo notar que una de sus torres está sin acabar. Dice el Barón de Davillier que, “en su opinión, la mejor manera de contemplar la catedral es alquilar una falúa en el puerto y alejarse lo bastante para divisar desde altamar, por encima del azul intenso del mar, la imponente masa que se levanta por encima de las casas blancas de la ciudad”. Tuvo, sin duda la suerte de no coger levantado el monstruoso Málaga Palacio, bastante más dañino paisajísticamente, para ese frente marítimo de la ciudad, que la nueva torre que está proyectada en el puerto.
Pero en lo que más se entretiene hablando de Málaga es en algo que le llamó mucho la atención: los barateros y la escuela de esgrima con navajas. El baratero era un matón que imponía en el juego de naipes callejero su baraja y cobraba por ello, a más de amenazar con su navaja. Lo primero que percibe el francés es que la navaja o “herramienta” es conocida con multitud de nombres, a saber en la época: la mojosa, la chaira, la tea, el corte, el hierro, el abanico, etc. y observa que en ninguna otra parte se cultiva el arte de manejar la “herramienta” con tanto esmero como en Málaga. Por la forma de la navaja se decía entre los barateros: “Si esta víbora te pica / no hay remedio en la botica”. Se preguntaba el francés el por qué de la criminalidad tan enorme de Málaga. Y pensaba que quizá fuesen la ociosidad, la pasión por el juego y la bebida los causantes de tal locura. También llegó a pensar que acaso fuese el solano, ese ardiente viento del Sahara, el causante. Lo cierto es que, no sé si por casualidad, el Maestro Alcántara me decía que en Málaga había tanto majara por causa del solano y el “pirriaqui”.
En fin, tanto les llamó la atención lo del arte de la esgrima de navajas que allá se fueron Davillier y Doré a dar clases con el más reputado maestro de Málaga. Aprendieron los tipos de “puñalás” que se dan en la parte alta, por arriba de la cintura, o baja. En la parte alta, el “jabeque” o “chirlo”, un tajo en la cara considerado ignominioso por los barateros, el “desjarretazo” que se da en la espalda, casi siempre mortal, la “plumada”, golpe de derecha a izquierda o al revés, la “culebra” que se da tirándose a tierra en el bajo vientre, el “floretazo”, golpe en el que el propio contrincante se clava la navaja al avanzar con rapidez, y así toda la variedad de movimientos y trucos de ataque y defensa. Los dos galos comprobaron que, tal como le habían dicho, en Málaga estaba la universidad más prestigiosa del arte de manejar la navaja
Pero los navajazos no eran exclusivos de nuestra ciudad, estaban generalizados en toda España y no dejaba de ser un tipismo chocante para el visitante. La realidad es que en la actualidad, sin que se utilicen las “herramientas” de Albacete, los navajazos se siguen dando, feroz y afiladamente, entre nuestros gobernantes que se han convertido en los “barateros” de la política española (y también nos cobran por ello).
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