Málaga: Una ciudad teñida de bronce
La calima ha pintado de barro todos los edificios de Málaga a pesar de las lluvias claras de este viernes
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El consejo del alcalde de Málaga por el barro: "No caminen por las aceras"
Málaga/Las paradas de autobús de la línea 11 situadas en la Avenida Juan Sebastián el Cano se encontraban vacías o con una o dos personas. Las máquinas para hacer ejercicio en el paseo marítimo Pablo Ruiz Picasso en la explanada del tranvía no tenían ni un solo transeúnte. Algo estaba pasando en Málaga. Y sí, la lluvia llevaba 24 horas siendo protagonista, algo que queda fuera del imaginario malagueño, pero no solo eso, sino que había traído consigo la calima, ese polvo en suspensión proveniente del Sáhara que lleva dos jornadas dando mucho que hablar. La Fuente de las Tres Gracias expulsaba agua turbia, la fachada del reluciente Hotel Miramar se teñía de marrón, el auditorio Eduardo Ocón era ocre y la fachada de la plaza de toros de la Malagueta desprendía un tono más magenta de lo habitual.
“Venga vamos, que nos mojamos”, decía un conductor de una furgoneta de mercancías que estaba descargando en la zona de La Aduana a su compañero. La actividad era la misma, pero estaba pasada por agua y había un brío más pronunciado de lo habitual a la hora de postrar los palés en la carretilla. El suelo resbalaba. Un taxista, Carlos Martín, se bajó del coche para ayudar a una señora mayor que había solicitado el servicio. “El mismo trabajo pero con más retenciones y teniendo que conducir más lento”, explicaba. Los taxis sí que podían lucir carrocería, ya que los vehículos que han dormido a la intemperie han sido los privilegiados a los que la lluvia les ha clareado el barro que recogieron este pasado jueves. Los carteles de la carretera, las señales de tráfico, los poyetes y todo aquello que está pintado de blanco, este viernes se teñían del beige que ha marcado tendencia en la temporada de invierno en todas las tiendas de Inditex. El suelo, que este pasado jueves era una manta marrón, concentraba en las cavidades montículos de tierra que evidenciaban que la solería no es lisa. Las piscinas de las urbanizaciones parecían charcas descuidadas.
“Aquí no llueve nunca, pues no estamos acostumbrados. Y menos a que llueva calina de esta”, decía una mujer que salía del supermercado en La Cala del Moral. En la plaza de enfrente, en el habitual mercadillo de los viernes solo había montado cuatro valientes puestos. “Es que la cosa está muy mala, no podemos dejar de trabajar ni un día”, decía la dependienta de uno de ellos, Paqui Torres. Mientras, le daba el cambio a un señor ataviado con un chubasquero negro, botas marrón, capucha, mascarilla y paraguas: el conjunto más repetido para esta mañana. Incluso un Shih Tzu lucía un pequeño chubasquero perruno. El frío calaba, la humedad era perceptible y las aceras resbalaban. Eran las 11:00 y no dejaba de llover desde hacía varias horas. Una excursión de adolescentes se bajaba del autobús en el Parque, iban hacia el Teatro Cervantes. Entre ellos, un grupo de cuatro chicas entrelazaban sus brazos y paraguas para evitar resbalones, entre risas. Los trabajadores de los establecimientos del centro de Málaga trataban de esclarecer el barro que había en las entradas. Sonia González, dependienta de una tienda en la calle Molina Lario, explicaba que había estado toda la mañana achicando el barro de la puerta, pero que se seguían haciendo charcos.
En la carretera nacional que cruza la costa, dirección Málaga, a la altura de la urbanización El Candado, las vistas no eran habituales, ya que las nubes no dejaban ver más allá de los barcos atracados en el puerto. Lo que estuviera en segundo plano quedaba cubierto por una masa blanca y no había rastro del skyline habitual que se suele contemplar a esa altura: La Manquita, el puerto y los espigones de atraque. El mismo fenómeno se producía en el paseo marítimo a la altura del Parque San Antonio. Al mirar hacia el mar, solo se veían las palmeras más próximas a la calzada. Los chiringuitos no lucían su blanco puro. Uno de los camareros, Pablo Sánchez, decía que no sabían si iban a abrir a eso de las 10:00 de la mañana. “No tenemos ninguna reserva y entre eso y la falta de género pues lo estamos pensando, aunque creo que al final sí montaremos el salón”, explicaba. Dos corredores “manchaban” la imagen desértica inédita del paseo marítimo. En unos metros más hacia la zona este, en la gasolinera de Los Baños del Carmen, los trabajadores usaban mangueras para limpiar la superficie.
Parecía lunes, pero era viernes y el tiempo era invernal, a pesar de que sean los primeros días de primavera. No había quien se libraba de este barrizal. Sin embargo, nadie había ido a contemplar como estaba el niño mimado de Málaga: el Mediterráneo. Era obvio, ningún factor invitaba a ello, pero el aspecto que lucía era digno de retener en las pupilas. En primer lugar, el olor a salazón que desprendía en su orilla era más intenso de lo habitual. El juego de olas parecía mostrar un enfado por esta soledad, pero lo más impactante era el tinte moreno que había absorbido la espuma y las piedras blancas del rebalaje. Nadie se libraba de la calima, y la cuna malagueña era testigo de ello.
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