La tribuna
Voto de pobreza
Hoy se cumplen cinco años que Manuel Alcántara tomó el atajo de morirse para encontrarse con sus amigos muertos, tal como preconizó en su inolvidable Soneto para pedir por los amigos muertos:
Yo los llevaba dentro. Los tenía
Yo los llevaba dentro. Los tenía
sobre mi corazón, como un emblema.
Cojo el recuerdo aquí, por donde quema,
por donde la esperanza más se enfría.
Estoy más agujero cada día,
más desierto y más loco con mi tema;
ellos me dan su luz como un sistema
apagado que alumbra todavía.
Se me ha quedado huérfana la mano,
por la mitad el vaso de mi vino,
sin lluvia mi terreno de secano.
Dan ganas de dejarlo todo por irse
a buscarlos. Conozco ya el camino:
se va por el atajo de morirse.
Para mí, aunque su recuerdo haya estado siempre presente, ha pasado una eternidad. Supongo que no para él que estará disfrutando con sus amigos en el Parnaso y, según creo, por el tiempo del paraíso de los poetas no pasan los años. Pero en el persistente archivo de mi memoria siempre, casi a diario, está Manuel, poeta, articulista y, sobre todo, amigo. Si me fascinó descubrir su poesía, directa, clara, inteligente, ingeniosa, profunda y melódica, y me atrapó con sus artículos cargados de sabiduría, amables, lleno de chispazos poéticos, irónicos y divertidos, lo que más me subyugó fue su profundo sentido de la amistad, una amistad de la que pude disfrutar durante muchos años hasta su partida.
Para estar con el poeta y el articulista tengo sus libros, para estar con el amigo tengo mi corazón. Porque Manuel sigue presente en el corazón de todos sus amigos, que fueron muchos, y porque Manuel siempre cultivó la amistad. Recuerdo que, en la celebración de su noventa cumpleaños, me pidieron que dijese unas palabras en nombre de sus amigos, nunca nadie había hablado en nombre de tantos, contesté. Manuel fue un hombre que cultivó la amistad desde que nació. Traía de fábrica, grabada en el alma, la máxima del filósofo griego Epicuro: “De todas las cosas que la sabiduría ofrece para vivir la vida en felicidad, la más importante, con mucho, es la posesión de la amistad”. Y él que siempre fue noble y sabio, desde joven (cuando escribió Ciudad de entonces por la que recibió el Premio Nacional de Literatura, en 1962), reunió la mayor colección de amigos que jamás tuvo nadie.
Durante la más de una década que me vi casi a diario con Manuel, solos o acompañados de nuestros amigos contertulios, presencié como muchas, muchísimas, personas se acercaban al maestro para mostrarles su afecto y declararse amigos suyos. Unos le felicitaban por sus artículos, otros le alababan y agradecían la forma en que expresaba sus opiniones, y otros, simplemente le manifiestan su cariño y se sentían felices por poder estrecharle la mano o darle un beso, cuando no saltaban de alegría por llevarse una foto con él. Le conocí amigos en Madrid, viejos y grandes amigos; en Bilbao, por miles, amigos que hablaban con él en las páginas del Correo a diario; amigos queridos del Rincón; de Málaga ¿Cuántos? O mejor, me preguntaba: ¿Había alguien que no se considerara amigo suyo?
Como diría algún clásico latino, Manuel Alcántara poseía la “amicitas” y era “amabilis”. El sustantivo porque tenía apego y cariño desinteresado, desprendido y compartido. El adjetivo porque le calificaba como digno, merecedor y acreedor de ser amado. Se dice que es amable quién siempre es cordial, agradable, amistoso, afectuoso y tiene apego y buen trato con los demás. Por eso el maestro tenía tantos amigos. Porque, además, la amistad que poseía la daba sin dosificador. Porque para Manuel no había “mejores” amigos. Solo la distancia los calificaba, los había más cercanos o más lejanos, pero solo era cuestión de distancia geográfica. Pero claro, yo me preguntaba, cómo no ser amigo de quien es capaz de amar tanto como para dedicar un soneto como el que hemos recordado al comienzo.
A esa maravillosa forma de ser y entender la vida, a su humanismo, se le unen las extraordinarias cualidades y méritos literarios. No hay más que leer sus poemas o artículos para percibir que Manuel es un coctel sublime de la literatura y la filosofía contenida en el Parnaso. Una mezcla no agitada, en dosis iguales, de Séneca, Khayyan, Quevedo, Lorca, Neruda, Guillén o González Ruano y tantos otros, acompañado, para darle cuerpo y color, de la inteligencia, el ingenio y la sal de nuestra mar chica del puerto. Todo junto es la causa de que tuvieses tantos amigos que, además, eran admiradores.
Manuel Alcántara fue un excelso poeta, un extraordinario y prolífico articulista, pero fue único como el jardinero que siempre cultivó la más bella flor del jardín de la humanidad: la amistad. Manuel, aprovecho estas letras para enviarte el mensaje que te envío cada año desde tu partida: La mar no ha muerto, sigue con vida.
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