Muelle Heredia: última frontera
Calle Larios
A la espera de su gran transformación, la avenida mantiene su condición de contraste: aquí acaban, de momento, todos los progresos del Centro y del Soho
Como si no hubiera cambiado nada
Málaga/Un hombre duerme en un banco del andén de la estación de autobuses, tapado de la cabeza a los pies con una sábana bajera. A su lado pasa un hombre que arrastra un carrito de supermercado rebosante de bultos y bolsas de plástico. Una joven que luce una camiseta de Metallica pasea a su perro y se pierde a ritmo rápido en dirección al Paseo de los Curas. Esta acera, la que ocupa la vertiente sur, es un surco abierto en ninguna parte: Málaga vivió como una victoria el derribo de la valla del Puerto, pero aquí la valla persiste, y el Puerto, en virtud de lo que era antes, también. Conforme se camina en dirección Oeste, a la altura del CARE, la acera es ya una estría intransitable que no lleva a ningún sitio, así que no hay más remedio, como al final de ciertas guerras, que cambiar de bando. Pero en esta mañana cálida y sin embargo de cierta anticipación otoñal hay algunos despistados que insisten en avanzar por aquí, a pie o montados en sus patinetes, y atravesar la raqueta abierta para el tráfico procedente de Huelin en dirección a la Alameda de Colón como si de una trinchera inesperada se tratase. El mar está aquí, la desembocadura del río también. Ambos se confunden en este magma acuático de color inverso y textura intrépida donde ya ninguna criatura es capaz de sobrevivir. De nuevo en la acera sur, dos turistas que siguen al dedillo las instrucciones del señor Google Maps en sus móviles sospechan que lo que buscan está en otra parte: es un matrimonio de cincuentones asfixiados por una temperatura que debe resultarles insoportable, y encima el sol les da de lleno. No es difícil adivinar que vienen andando desde el Centro Pompidou y van de camino del Museo Ruso. Algunas guías aseguran que la distancia entre ambos centros es de apenas siete minutos en coche y de quince minutos a pie. Pero nadie contaba con que los quince minutos pueden llegar a ser infernales si se camina por la acera equivocada (por no hablar de que el plazo de quince minutos es, cuanto menos, ajustado). Habría estado bien que alguien pusiera aquí un árbol, pero, para ser honestos, la acera contigua a la valla del Puerto no sirve para nada. Como en las peores vallas de los peores puertos de la historia.
En la otra acera, entre el Paseo de los Curas y la desembocadura del río, la vida es muy distinta. Para empezar, hay vida: una vida que espera en las paradas de autobús de la EMT, que se toma un café en los bares y terrazas que siguen abiertos, que viene a hacer recados y a arreglar papeleo con la mascarilla puesta. Gente que viene a hacer, más o menos, lo que se ha hecho siempre. Hay algunas tiendas, pocas abiertas: de los sex-shops que ganaron una amplia popularidad en su momento aún queda alguno, pero a esta hora está cerrado. También tuvieron aquí fama las copisterías, de las que ya quedan pocas. Los jubilados leen el periódico mientras toman café y algunas señoras de nostálgico postín y cardada permanente hacen lo propio con el Hola. No hace mucho, vivir en el Muelle Heredia entrañaba un caché que hoy, a estas alturas, es considerablemente menos. Cabe constatar, bajo la mirada inescrutable de la escultura de Manuel Agustín Heredia, alzado allá en su púlpito sobre una isla anclada en medio del tráfico que todavía causa problemas a conductores inexpertos, que la avenida ha cambiado poco, muy poco, apenas nada, en muchos, muchos años. No deja de ser paradójico que pisemos la última frontera del Centro de Málaga, acaso el milagro urbanístico más pregonado de los últimos veinte años. Pero también el impulso del Soho se resiste a llegar aquí: no hay ni rastro de Antonio Banderas ni de A Chorus Line a pesar de que el teatro se encuentre a la vuelta de la esquina, en una calle Córdoba que sí, de alguna forma, se ha dejado contagiar por la profunda renovación de la Alameda. Los portales, las aceras, las miradas, las fachadas, todo tiene el color oscuro y plomizo de las cosas muy antiguas. A la altura de la avenida, la calle Tomás Heredia no tiene nada que ver con lo promete al otro lado. A este extremo, lo único que asoma del Soho es su postrimería, la soledad funcionarial de calles fuera del tiempo y del espacio como Duquesa de Parcent. El legendario edificio que hace esquina con la Alameda de Colón, de nuevo ante el gesto pétreo de Don Manuel, allí donde tienen su sede CCOO y las sucesivas delegaciones de la Junta de Andalucía, mantiene su arquitectura inconfundible ya como si de un museo dedicado a la Bucarest prosoviética se tratase. Atravesadas la parte trasera del CAC y la desembocadura, el tiempo sigue congelado hasta que la Gerencia de Urbanismo, a un paso ya del populoso Huelin, promete una ciudad distinta, por más que entre no pocos la memoria del Bulto comparta ese matiz amarillo del pasado remoto. Al otro lado, San Andrés duerme el olvido de un auditorio prometido y mandado al traste. Y el hueco, enorme, tiene aquí sentido.
Ciertamente, el Muelle Heredia no ha cambiado apenas en treinta años mientras su entorno lo ha hecho a un ritmo vertiginoso. El Ayuntamiento ha intentado insuflar aires nuevos a la zona con proyectos tan improbables como la noria, con los resultados conocidos; o el arte urbano del Soho y aquel proyecto llamado MAUS que dejó para este barrio sus registros menos amables y más propios del extrarradio que del corazón de la ciudad. En parte, la congelación se debe a que a la avenida se le ha adjudicado en las últimas décadas el triste papel de vía de escape: con la Alameda y la Avenida de Andalucía secuestradas por unas obras del Metro prolongadas hasta la inanición, el único acceso para llegar al Oeste desde el centro ha sido, a menudo, éste. Todavía hoy, con los coches y autobuses ya a sus anchas en la Alameda Principal, y sin obras del Metro en la Avenida de Andalucía, el tráfico es denso, ruidoso, caótico, peligroso y, a veces, salvaje. En consonancia con la historia reciente de la calle, las obras recién concluidas para la reordenación del tráfico han dejado, exactamente, la misma impresión de jauría de antes. Sólo la plaza Alfonso Canales, al comienzo, junto a la Plaza de la Marina, ofrece un aspecto renovado y deseable, cómplice del paseo, con nuevos establecimientos hosteleros y comercios acordes con lo que se espera de una ciudad como Málaga. Y, sin embargo, cunde la sospecha de que este enclave no tiene nada que ver con el Muelle Heredia. Que es otra cosa, una frontera dentro de otra frontera que quedará definitivamente incorporada al Centro cuando la Equitativa se convierta en el gran hotel proyectado.
Semejante cúmulo de contrastes únicamente debería ser percibido como una oportunidad. Más aún con la presencia de un recinto portuario que se debería aprovechar como fabuloso generador de espacios de convivencia. En los bloques de la acera norte, ya ven, entre despachos de abogados y oficinas del más diverso pelaje, todavía vive gente. A un tiro de piedra, los edificios residenciales del Soho reclaman precios inasumibles para los alquileres. Tal vez, quién sabe, se podría empezar para limpiar el área de cualquier tentativa de especulación urbanística. Pero, mientras tanto, el deseado equilibrio entre una Málaga para vivir y una Málaga para visitar o para divertirse podría tener aquí una materialización inspirada. La anunciada transformación urbanística del entorno, eso sí, va por otros tiros: todo apunta a un aprovechamiento del suelo disponible para la construcción de oficinas, y el Ayuntamiento y la Autoridad Portuaria únicamente difieren en la cantidad de metros que conviene reservar a la edificabilidad. Aunque el impulso definitivo anunciado en febrero con la presentación del proyecto encargado a Ángel Asenjo quedó truncado por la epidemia del coronavirus, el Gobierno municipal insiste en su idea de levantar aquí una gran city financiera, aunque parece inclinado a reducir sus objetivos de 150.000 metros de techo. Sobre el papel, la city presenta nada menos que quince torres de hasta dieciocho plantas y un hotel de treinta plantas junto al río. La inversión necesaria es astronómica, pero el retorno garantizado, parece, trae cuenta.
Quién lo iba a decir: este mismo Muelle Heredia cabizbajo y cetrino es considerado un espacio estratégico para firmas tecnológicas de primer orden que pierden la cabeza por instalar aquí sus oficinas (o eso dice el alcalde), lo que nos devuelve al excitante mundo de la especulación. Sostiene el Ayuntamiento, además, que el complejo permitiría una prolongación muy interesante del Soho hasta el mismo Puerto. Y sería fantástico. Cabría recordar, sin embargo, un detalle: si se lleva a cabo una construcción semejante y no se reserva espacio a viviendas, pero viviendas razonablemente accesibles, el futuro Muelle Heredia corre el riesgo de incorporar no las bondades del Soho, sino su peor cara: un enjambre de calles vacías en los que no vive nadie y por las que, a partir de cierta hora, nadie pasa. La solución pasa, claro, por poner terrazas, pero ¿bastan las terrazas para que el Muelle Heredia futuro tenga sentido? Lo cierto es que debate viene de lejos y, curiosamente, hace ya más de una década arquitectos como el mismo Ángel Asenjo y Salvador Moreno Peralta propusieron para la zona una transformación que combinara espacios para oficinas y viviendas con tal de que, ciertamente, pudiéramos seguir hablando de una ciudad, no de un parque empresarial que habría de quedar muerto fuera del horario laboral. Las ciudades, vaya por Dios, presentan este problema desde al menos el Renacimiento: para que puedan ser consideradas como tales, necesitan que la gente viva en ellas. Y resulta proverbial, titánico, el empeño del Ayuntamiento en hacer de Málaga una maquinaria rentable pero sin habitantes. La cantinela de que en los centros de las grandes ciudades no vive nadie, cuando la realidad es que en las principales capitales de Europa la tendencia es hoy justo la contraria, sigue en boca de las autoridades con efectos expansivos. Pronto significará un atropello vivir en Portada Alta, con la de hoteles y edificios de oficinas que podemos hacer ahí. Todo sea, al fin, por el santo retorno.
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