Romero Esteo, el sueño del teatro

20 AÑOS DE 'MÁLAGA HOY' | IN MEMORIAN

Autor de un teatro imposible aunque de interés creciente, el escritor y profesor ejerció un apostolado cultural en Málaga anclado en lo popular cuyos frutos siguen siendo bien visibles

Su impronta se dejó notar en la ciudad nada más volver con el Festival Internacional de Teatro

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Miguel Romero Esteo.
Miguel Romero Esteo. / Sergio Camacho

En más de una ocasión afirmó Miguel Romero Esteo: “Mi teatro se reconocerá cuando yo esté muerto”. Otras veces sentenciaba, con algún insulto de propina: “Alguno se hará rico a mi costa cuando yo ya no esté”. Divagar sobre la opinión que le merecía al autor la posteridad significaría incurrir en contradicción, aunque seguramente el precio es inevitable a la hora de aproximarse a un talento que fue en sí mismo un ejercicio de contradicción. El dramaturgo, nacido en el municipio cordobés de Montoro en 1930, falleció el 29 de Málaga, la ciudad en la que había escrito y enseñado. Romero Esteo vivió sus últimos años en un retiro casi absoluto en su casa familiar, con su salud delicada y sin comparecencias públicas. Pero su aportación a la vida cultural española, muy particularmente en Málaga, sigue siendo tan descomunal como desconocida. No es descabellado afirmar, de entrada, que Romero Esteo firmó una historia del teatro español que pudo ser y no fue. O que tal vez se está gestando todavía.

Romero Esteo se trasladó junto a su familia a Málaga con sólo nueve años y se licenció en Madrid en Periodismo y Ciencias Políticas. Escribió sus primeras obras a comienzos de los años 60 y no tardó en facturar sus grotescomaquias, obras marcadas por el exceso, de gran extensión, enormes repartos, parlamentos quilométricos y puesta en escena a menudo imposible: piezas como Pontifical, Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y la mucha consolación, Pasodoble, Tartessos, El vodevil de la pálida, pálida, pálida, pálida rosa y Horror vacui, fueron generalmente prohibidas por el franquismo, tanto en lo relativo a su edición como a su representación, con la excepción de algunas funciones no exentas de polémica en festivales como el de Sitges y el Festival de Teatro Nuevo de Madrid y en salas casi siempre independientes. En 1985 recibió el Premio de Teatro del Consejo Europeo por Tartessos y justo entonces decidió volver a Málaga, a cuya Universidad se incorporó como profesor y siguió escribiendo, así como impulsando nuevos montajes de sus obras en la presunta tranquilidad de la periferia. Su impronta se dejó sentir en la ciudad nada más volver: enseguida fundó el Festival de Teatro Internacional de Málaga, que contó todavía en los 80 sus primeras funciones en el Teatro Romano, junto a la vieja Casa de la Cultura, donde actuaron figuras del calibre de Bob Wilson y Jan Fabre invitados por Romero Esteo. Tras la restauración y la adquisición municipal del Teatro Cervantes, el festival se trasladó al mismo ya con la colaboración de Óscar Romero y Miguel Gallego. Mientras tanto, Romero Esteo publicaba ensayos y monografías sobre temas diversos, incluida una de sus grandes pasiones: los verdiales, cuyo estudio al respecto se considera canónico. En 2008, conformado ya con un segundo plano, recibió, en una irónica jugada del destino, el Premio Nacional de Literatura Dramática por Pontifical, una obra estrenada cuarenta y dos años antes y que no había sido publicada oficialmente hasta que la Editorial Fundamentos la incluyó en sus Obras completas. En los últimos años, la Asociación Miguel Romero Esteo, creada en Málaga por el primer director del Teatro Cervantes, el también fallecido Carlos de Mesa, y el director escénico Rafael Torán, ha favorecido la representación de algunas de sus obras y ha promovido de manera incansable el recuerdo de su obra y su figura. El interés académico de su obra no ha dejado de crecer desde su desaparición.

Si los encuentros con Miguel Romero Esteo resultaban por lo general memorables, no menos fue la entrevista que concedió a Málaga Hoy en octubre de 2008, tras la concesión a cargo del Ministerio de Cultura del Premio Nacional de Literatura Dramática por Pontifical, una obra estrenada cuarenta y dos años antes, que por culpa de la censura franquista primero y del desinterés editorial después, no había podido publicara hasta entonces. El dramaturgo se refería así a la cuestión: “Eso ha llamado mucho la atención en este país, dentro de que no hay nada de qué hablar. Y no sé por qué, las bases del premio son claras: se exige que la obra haya sido publicada el año anterior, pero de cuándo haya sido escrita no refiere nada. Hace unos años le dieron el premio a Arrabal por una obra que había escrito tres o cuatro años antes y nadie protestó, nadie dijo nada. No sé por qué irrito a la gente. Será porque la gente me irrita a mí”.

Sobre las vanguardias, apuntaba lo siguiente: “El vanguardismo me repele. Yo empecé en el teatro porque trabajaba de periodista, ganaba poco dinero y quería ganar más. Mi motivación no era artística, sino crematística. Para escribir aquellas obras inventé unos desmadres salvajemente cómicos, con tal de que funcionaran en taquilla. Y de repente me vi convertido en un escritor de vanguardia, que me cae gorda. Mis poemas, por ejemplo, no

tienen nada de vanguardistas. Pueden ser singulares, pero no vanguardistas. Y del teatro me interesaba la taquilla; está mal que lo diga por aquello de que los escritores parecemos seres geniales, casi como iconos que han sustituido a los santos de la Iglesia. Yo soy más bien malvado, la santidad me incomoda. Al final, creo que los vanguardismos trascienden lo humorístico y tienen más que ver con estar loco. Son pasiones demasiado al límite”.

Y sobre la censura: “He afrontado muchos obstáculos, algunos muy sanguinarios. Pero censuras hay muchas; la censura franquista se podía trampear, uno podía buscarse la manera de sortearla, pero después de la Transición llegó la censura social, por la que toda la masa poblacional detesta lo que estás haciendo y te cierra las puertas. Y ésa, que perdura todavía, no se puede trampear”.

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