Sueño de la ciudad varada
Como un esqueleto inerte junto al río, este antiguo arrabal es una suma de decadencia y olvido con cierta bohemia anclada en la nostalgia: aquí la Historia se respira entera a cada paso, pero lo hace contra el corazón
Un hombre viene caminando desde la Tribuna de los Pobres por la Avenida de la Rosaleda. Viste pantalones cortos, chanclas con calcetines y camisa sudada. Lleva en su mano de jubilado ocioso una jaula para pájaros, vacía, dorada, grande, donde dos periquitos pudieron haber hecho de las suyas durante largo tiempo, sin molestias. Toda lógica apuntaría a que este hombre va a entrar a la histórica pajarería que sale al paso en la acera, en los bajos del hermoso edificio modernista de ladrillo rojo y fachada de filigrana tan ostentoso desde la otra orilla del río, allí donde la ciudad se ve como cosida a mordiscos, entre la ruina y lo anodino, entre lo prometido y lo auténtico, pero no; el hombre pasa, saluda efusivamente a una mujer a la que parece que hace mucho tiempo que no ve y se expresa con tal vehemencia que la jaula se convierte en un arma peligrosa para el resto de los peatones. Luego camina un poco más hasta Postigo de Arance y se pierde entre el escaso tráfico de Carretería. Es la mañana de un lunes de verano, temprano, pero ya hace calor. Aquí empieza la Goleta. Las primeras impresiones del caminante son extrañas, en parte porque se siente emocionalmente ligado a este antiguo arrabal, cuyos orígenes se remontan al siglo XI y que todavía hoy se cita como ejemplar administración de las ciudades medievales musulmanas respecto a sus ríos. Sí, aquí vivieron algunos familiares que ya no están: una abuela, una tía. Y al barrio le ocurre un poco lo mismo, cada vez es menos, cada vez se deshace más en su ruina. Desde aquí y hasta el mismo Colegio La Goleta se abre un mundo en el que toda aquella Historia se percibe de manera determinante, como si nada en su fisonomía hubiese cambiado desde entonces. Pero lo hace a través de la degradación y el derribo de una de las zonas más olvidadas del centro histórico. Exacto, ésa es la palabra: olvido. Málaga ha creído que puede vivir sin esto, y probablemente pueda. Sin embargo, un paseo por los laberintos que se extienden un poco más abajo, a lo largo y ancho de calles angostas en los que coches y peatones cuentan con el espacio justo, Wad-Ras, Mariscal, Purificación, Gigantes, San Rafael, Viento, Marqués de Valdecañas, hasta la Plaza de San Francisco, basta para comprobar que esta otra Málaga también existe, o sobrevive, probablemente en sus estertores menos respetables, pero signo todavía inconfundible de las viejas fronteras urbanas. El caudal seco del río es un buen reflejo de este barrio, que antaño se admirara en su corriente: tan seco han quedado el uno como el otro. La ligereza con la que Málaga ha decidido prescindir de esta identidad, dejar que caiga por su propio peso y asistir a su descomposición, como la de un cetáceo imposible que hubiese quedado varado en la orilla del río, se traduce en un corazón algo más encogido. La Goleta es un reflejo del tiempo: los seres queridos que lo habitaron ya no están, el río ya no está, ni siquiera el barrio está más allá de la sombra hecha añicos que ha venido a ser. Dicen que esta zona es insegura. Que algunos edificios vacíos siguen en manos de yonquis que los emplean como picaderos. Algunos vecinos advierten de que casi todas las noches hay peleas y gritos. Pero lo verdaderamente peligroso es regresar y encontrar más solares repletos de azulejos machacados, más basura amontonada, más charcos en los que anidan los insectos: el espíritu enflaquece y se anega. Sin amparo posible.
En la misma Avenida de la Rosaleda, caparazón engañoso para el camuflaje del barrio, se cuentan los edificios más modernos, comunes bloques de viviendas construidos en gran parte en los años 80 en los que reside la población más activa del barrio, familias de clase media, matrimonios con hijos, funcionarios y empleados de diversa consideración. Esta suerte de urbanización alineada y heterogénea se extiende por toda la orilla del río hasta el mismo colegio. En su trazado quedan algunos remanentes históricos, como la antigua cárcel de mujeres que se convirtió en cuartel de la Policía Local. Y aquí, en esta misma línea, tuvo su sede hasta no hace mucho la taberna La Raya, histórico templo del vino en Málaga, donde antaño se degustaran los mejores bichitos del universo. Hoy, La Raya tiene su casa en la calle San Juan Bosco, cerca de Ciudad Jardín, y en su lugar han florecido otras tabernas cuyas cartas ofrecen amplios surtidos de pescaíto.
A medida, sin embargo, que se traspasa este velo y se ahonda en el barrio, se asiste a uno de los despropósitos urbanísticos más sangrantes de la ciudad. Casas apuntaladas y sedes de viejas industrias (quién recuerda la vieja imprenta) con las ventanas destrozadas compiten en el dominio del suelo con los solares. En las calles Huerto de las Monjas y del Curadero, los carteles anuncian sobre algunos de estos solares la construcción de futuros bloques de viviendas. Hay niños que corretean descalzos, gitanas que discuten a voz en grito sobre la fecha de caducidad de unos yogures y hombres que pasean con las manos metidas en los bolsillos mientras empujan latas y botellas a base de patadas. Los perros corretean comidos a garrapatas y las puertas de algunas casas están abiertas, como en los mejores pueblos. En la calle Mariscal todavía colea el asunto de los asustaviejas; hay edificios en los que no debería vivir nadie, con los muros agrietados, los tendidos eléctricos a punto de ceder en las cornisas y algunos balcones a punto de desprenderse, pero una señora con roete y blusa estampada que lleva dos bolsas de un supermercado entra en uno de ellos a toda prisa. En la calle Purificación quedan los restos de la antigua central térmica de carbón, la alemana, construida a finales del siglo XIX como estandarte de la Málaga industrial y hoy convertida en cochambre, con su chimenea como testigo silencioso de tanta gloria derramada, de tanta ínfula que quedó en nada. Desde la calle Wad-Ras hasta Gigantes, desde Viento hasta la Plaza de San Francisco, en la que la Sala María Cristina ofrece el contraste decisivo como templo recién restaurado para la música junto a la casa de las Nazarenas, la tónica se mantiene: solares, inmuebles a pique del barreno y edificios de viviendas más recientes, éstos ejemplos aislados de un prometido impulso para la revitalización del barrio que se dio con pasos demasiado tibios y lentos. La media de edad no es necesariamente alta: se percibe cierta bohemia encarnada en jóvenes desarrapados que vinieron aquí atraídos por La Ceiba, la antigua casa okupa de Postigo de Arance ya clausurada, y decidieron quedarse. El Museo del Vino se alza como un oráculo dormido. Y Málaga sueña por no morir.
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