La vida después de Julen
Rescate de Julen en Totalán
La normalidad suena a quimera en Totalán la mañana siguiente, pero el pueblo aspira a ver asociado su nombre a algo más que la tragedia
Totalán/A las 10:00 brilla en Totalán un sol espléndido. Durante buena parte de los días en los que se ha prolongado el rescate ha hecho frío bajo el cielo cubierto, pero el azul de esta mañana con mar de fondo anuncia intenciones primaverales. En el cruce con la carretera de Olías hay camiones que han subido fatigosamente por la estrecha carretera para retirar la maquinaria pesada con la que se han removido 83.000 metros cúbicos de tierra en poco más de veinticuatro horas. Los agentes de la Guardia Civil dirigen la operación, pero todo transcurre en un silencio denso, impropio, que sólo interrumpe el ladrido de los perros. Ya no suenan perforadoras ni barrenos. Hay apretones de manos, abrazos y despedidas entre los agentes, los efectivos de Protección Civil y los bomberos que han compartido días y noches de trabajo sin descanso mientras tejían una camaradería que ha hecho soportable, en la medida de lo posible, la espera. Suben más camiones. Uno de ellos ha tenido que maniobrar con cuidado al cruzarse en una de las curvas más cerradas de los seis kilómetros de carretera que conducen desde La Cala hasta Totalán con un coche de bomberos que emprendía la retirada. Apenas una hora después, estos camiones trasladarán ya de vuelta enormes tractores custodiados por la Guardia Civil. Un reportero que prepara con su cámara una entrada en directo expresa la sensación de manera tal vez algo dudosa y a la vez precisa: “Estamos de resaca”. Quedan aún numerosos periodistas a la vera del camino que conduce al cerro de la Corona, tomando imágenes de los vehículos que salen del pueblo después de doce días de faena. Algunos hablan en inglés, otros en alemán. En el Paseo de la Salud, el acceso peatonal que conduce desde aquí hasta el pueblo, separado a sólo seiscientos metros, una vecina saca dos termos de café, uno para una pareja de la Guardia Civil y otro para otros reporteros que agradecen el avituallamiento. “Pero mira, abasteces hasta a los periodistas”, señala con cierta sorna un agente a la mujer, que responde: “Pobrecillos, han pasado aquí toda la noche, y muchos llevan aquí desde el principio”. Ella ha permanecido también despierta aquí, junto a la parada del autobús, ofreciendo lo que buenamente ha podido a quienes lo necesitaban, una taza caliente con la que calentarse las manos, un pastel para echarse algo al estómago, y todavía le queda una sonrisa para quienes se arriman en busca de un cable. La madrugada ha sido extraordinariamente larga, pero alguien, todavía, tiene que mostrarse entero. En el mismo paseo, miembros de Protección Civil están limpiando la cuneta, sucia y llena de plásticos y envoltorios después de tantos días de trasiego. Retiran también cintas y restos de pancartas que habían quedado en prendidos en el antepecho de madera que rodea el paseo. La estampa contiene ecos inefables de adiós. El silencio, sin embargo, impera. La mayor parte del pueblo ha pasado también no una, sino dos noches en vela. Ahora, muchos duermen, o al menos descansan. No ha habido milagro que celebrar y las fuerzas tienen un límite.
De pronto, el paseo se llena de ciclistas. Algunos continúan hasta el pueblo, otros toman la dirección a Olías. Es un sábado idóneo para echarse al monte. Vienen desde La Cala y celebran la culminación del ascenso con la discreción de siempre, un trago de agua para reponerse y un café en el primer bar que encuentren abierto. “Hay por aquí subidas peores, pero ésta es un gigante”, comenta uno de los que acaban de llegar a su compadre, extenuado. Se echan a un lado ante el paso de uno de los camiones que se disponen a comenzar el descenso. En el paseo, un padre camina de la mano de su hijo, un rubio pequeñajo que debe tener poco más de un año y avanza metido en una especie de tacatá. Poco después es una mujer tocada con un hiyab la que lleva en un carrito a una pequeña muy morena peinada con unos graciosos cocos. Una pareja camina también de la mano. Y basta comprobar la manera en que la normalidad intenta abrirse paso, como si fuese sábado, que cantara Chico Buarque, para que la impresión de vacío y derrota se relaje un tanto. Es una normalidad aún imposible: un niño de dos años ha muerto en un pozo a setenta metros de profundidad, justo aquí, doce días después de su caída. El pueblo entero se ha visto sometido a una presión brutal a cuenta de uno de los rescates más impresionantes de cuantos ha contado el presente siglo para salvar la vida de Julen. Todo el mundo, en los cinco continentes, ha dirigido su atención hasta este rincón de la Axarquía. Semejante peso no se disuelve de un día para otro: hará falta mucho tiempo no para el olvido, sino para que la vida pueda continuar sin la condición agotadora del nombre de Julen. Por eso, el vendedor ambulante que ha montado sus puestos de verdura y de ropa y que atiende a las vecinas adquiere esta mañana rasgos de novedad, pero es la costumbre de siempre la que pretende imponerse, como si las mujeres que han venido a comprar sus tomates se aferraran a esta práctica de cada sábado para descargar un poco la presión, para que todo, en la medida de lo posible, vuelva a ser como antes. La casa en la que han permanecido los padres de Julen las últimas dos semanas está ahora cerrada a cal y canto. En lo alto de un camino, tras la piscina, alguien ha prendido una hoguera y está quemando matojos secos. En el bar Arriba y Abajo, en el centro del pueblo, los periodistas y agentes de la Guardia Civil entran como si lo hicieran a su propia cocina. Se han alimentado aquí durante estos doce días y a buena parte de la clientela casi le cuesta creer que llega la hora de despedirse. Pero también acampan los vecinos de siempre, los que acuden a por el café o la copa de coñac también este sábado, como todos los sábados, como cada mañana, con tal de que la vida que conocen suceda, se prolongue, descanse de una vez de un toque de queda que a muchos les ha llegado a resultar asfixiante. Ahora son las 11:00. En la televisión seguimos en directo el minuto de silencio a las puertas del Ayuntamiento de Málaga. Sentados a una mesa, dos guardias conversan sobre un operativo desarrollado hace unos días por unos compañeros en Cártama: no sólo es posible hablar de otra cosa, sino que la inteligencia lo reclama, como una sed que solicita aire fresco. Terminado el minuto de silencio, el alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, comienza a hacer declaraciones a las televisiones. “A ese lo conozco yo”, afirma jocoso un hombre que parece dispuesto a pasar el fin de semana con el mismo chándal. Otro ha pedido a la encargada del bar las últimas dos locas que quedan en el mostrador. No ha desayunado aún y tiene hambre. Un camarada con aspecto de profesor venido a menos se le planta al lado y de inmediato los dos empiezan a valorar la situación. El primero, que ya tiene sus locas servidas, habla sin pelos en la lengua: “Claro que teníamos esperanza. Por supuesto, hasta el último minuto. Pero al mismo tiempo el sentido común nos decía otra cosa. A ver, es que no podemos perder la cabeza. Han sido doce días, doce días que ha pasado un crío metido un pozo. Doce días ahí dentro no los aguanta ni Rambo. Hombre, podemos tener toda la esperanza del mundo, pero si el chiquillo llega a salir vivo habríamos tenido que construir ahí una ermita. Nadie quería hablar de esto. Pero todos lo pensábamos”. El otro hombre asiente incapaz de añadir nada más al dictamen. En la televisión, De la Torre sigue haciendo declaraciones. Ha declarado tres días de luto en Málaga, donde también la vida seguirá, inevitablemente, de otra manera.
Aquí en Totalán el Ayuntamiento también ha convocado un minuto de silencio, a las 12:00, a las puertas de la misma Casa Consistorial. Muy cerca, en el Salón Parroquial, situado junto a la iglesia de Santa Ana, un hermoso templo reconvertido en cristiano tras la Reconquista, en torno al año 1505, y en cuyo interior se conservan restos de la época romana, el trasiego de gente continúa. Desde aquí se ha organizado buena parte de la movilización que se ha prolongado durante día y noche desde que Julen cayó al pozo. Algunas vecinas recogen bolsas y enseres, otras vienen a preguntar, ¿dónde va a ser el minuto de silencio, en el Ayuntamiento o en la plaza de Antonio Molina? El bando municipal que puede verse en varios sitios deja clara la localización, pero al principio se valoró la plaza como lugar idóneo y queda cierta confusión. El Consistorio se encuentra en un callejón estrecho que media hora antes de la convocatoria ya está lleno de cámaras de televisión. Hay periodistas llegados de todas partes. Un equipo desplazado desde EEUU que ha llegado a Málaga esta mañana busca desesperadamente a alguien que hable inglés para que pueda informarles y para que pueda comparecer ante el micrófono: ninguno de ellos, en correspondencia, habla español. La mayoría de los medios coinciden en sus entradas en directo en un espacio mínimo. Poco después llegan los vecinos, como en una comitiva, y son recibidos por el alcalde, Miguel Ángel Escaño, que también ha decretado tres días de luto. El grupo se distribuye mucho más allá de la pequeña plaza. Hay efectivos de Protección Civil que se incorporan en el solemne respeto. Transcurrido el tiempo, el alcalde da por terminada la manifestación callada, pero todo el mundo sigue en sus puestos. El minuto de silencio continúa otros tres o cuatro. Hay lágrimas que algunos reporteros aprovechan para sus imágenes sin mucho pudor. Cuando finalmente el cónclave se disuelve, algunos periodistas piden declaraciones a los vecinos, pero no se prestan. Este momento es suyo. Y están cansados. También para ellos ha sido una lucha titánica, sobre todo para estas vecinas que han abierto sus casas, sus despensas y su tiempo a los implicados en el rescate que pudieran necesitarlo. Cinco minutos después, las campanas de la iglesia tañen de forma sombría, de acuerdo con el luto declarado. El sábado continúa su suerte funesta. Pero en la plaza de Antonio Molina, en la del Camaleón y en el paseo hay familias que han salido a pasear con sus hijos. Qué extraño milagro el de la vida que pide paso cuando la excepción insiste en imprimir este sabor agrio a la garganta.
Si hay una suerte que cualquier pueblo desea evitar a toda costa, especialmente un pueblo pequeño como Totalán, cuyo censo apenas supera los setecientos habitantes, es la de ver su nombre asociado a una tragedia. En esta extraña jornada de resaca, esta posibilidad ya es una certeza en Totalán. No, finalmente no hubo milagro. Para ser honestos, jamás hubo milagro alguno, en ninguna parte, en ningún momento. El sentido común siempre termina reclamando lo que es suyo. Pero sería de justicia que el nombre de Totalán quedara asociado en la posteridad a la solidaridad, al empeño en el trabajo, a la mejor carta de presentación de todo un país. A la unanimidad con la que tantos han arrimado el hombro, no sólo los mineros, los agentes, los héroes, quienes descendieron hasta las entrañas de la tierra centímetro a centímetro para sacar a Julen; también estas gentes que viven con la sencillez que compete a un pueblo llamado Totalán y que no han escatimado una gota de generosidad. No ha habido milagro, porque los milagros no existen. Pero existe lo único a lo que podemos aferrarnos: el coraje humano, el abrazo y la determinación a sobreponerse al desánimo. De todo esto ha dado buena cuenta Totalán estos doce días. Que no se olvide.
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