"Vivimos en el engaño más grande que se ha urdido nunca"

El autor malagueño, periodista clave en la Transición y maestro de la novela negra, regresó esta semana a su ciudad de origen con nuevo libro bajo el brazo, 'Bares nocturnos', y habló sobre melancolía y política

Juan Madrid, sorprendido en un momento de distensión en un céntrico hotel malagueño.

06 de diciembre 2009 - 01:00

Juan Madrid (Málaga, 1947), autor de medio centenar de novelas (algunas, como Días contados, han sido adaptadas a la gran pantalla) y de numerosos guiones, periodista fundamental durante la Transición en revistas como Cambio 16, antiguo militante del PC y docente en varias instituciones de Europa y América, es un conversador cómplice, de una honestidad comparable a la de Catulo. Y es un ser amable, cálido, pródigo en gestos.

-¿Ha superado ya la melancolía?

-No. Si lo hubiera hecho, sería funcionario. Tengo escritos 50 libros y no lo he conseguido. Bares nocturnos, que es anterior al último que salió, Adiós, princesa, responde precisamente a mi relación con la melancolía. Uno empieza a darse cuenta de la melancolía cuando también se da cuenta de que necesita memoria. Y eso ocurre a partir de los 32 ó 33 años, cuando descubres que tienes un pasado. Pero sí, hay una melancolía en todas mis novelas. Lo que pasa es que en ésta hay una melancolía especial: los bares nocturnos son una metáfora de la década prodigiosa que siguió a la muerte del militar gallego de alta graduación, desde 1975 a 1985, que se vivió de manera asombrosa en todas las ciudades de este país. Es verdad que existió una movida en Madrid, pero constaté una historia similar en Málaga, en Sevilla, en Albacete, en Cáceres. Como si se hubiera roto el muro de la presa.

-Pero parece que ahora han vuelto los pantanos.

-Aquel monumento para la ética que fue la resistencia al franquismo es hoy un perfecto desconocido. Se perdió. Y ése fue el mecanismo que me empujó a ser periodista primero y escritor después: comencé a escribir novelas, de hecho, cuando comprendí que se había perdido todo. En 1980 publiqué mi primera novela y ya me di cuenta de que se estaba generando el discurso único que ha cristalizado ahora sobre la Transición, la democracia, el rey, el príncipe y las princesas, todo un cuento de hadas absolutamente falso que se fue gestando en ese tiempo. Había dos o tres salidas: hacerse funcionario, unirse al grupo de los intelectuales orgánicos para aspirar a dirigir alguna sede del Instituto Cervantes o contar esa historia. Yo tenía una posición privilegiada porque había sido periodista. Y lo hice.

-¿Qué unió al primer grupo postfranquista de escritores?

-De esa primera generación, los que sacamos las primeras novelas a comienzos de los 80, la mayoría veníamos de la lucha antifranquista. Habíamos sufrido la zarpa fascista, no sólo nosotros sino nuestras familias. Para nosotros, la literatura ha sido una especie de expiación. Posiblemente dando testimonio de lo que ha pasado es como se puede soportar el hecho de que ahora nos quieran la película de otra forma. Descendiendo a las cloacas. Casi sin quererlo me he convertido en un cantante de las cloacas, porque los bajos fondos están muy conectados con los altos despachos.

-¿Era posible prever entonces todo lo que vino después?

-No, era imposible presagiar las múltiples traiciones, la del PC, la del PSOE. La oligarquía que había tenido el poder durante el franquismo se encargó de comprar a las personas necesarias para que todo se hiciera a su manera. A veces, los actores se salían del papel. Y un hubo un actor acojonante que hizo de general de la Rovere, que fue Adolfo Suárez. Interpretó un papel que no era el suyo y se hizo de la izquierda. Ahí se produjo una ruptura del guión. Pero lo que ocurrió con el PC estaba más que previsto por esa oligarquía. Así fue como sucedió la Transición, por mucho que los historiadores y periodistas se sigan moviendo en un mundo falso, en un discurso oficial muy alejado de la realidad. Por eso, cuando me decidí a escribir novelas quise contar todo lo que no había podido contar antes. Todas mis novelas son, en el fondo, una especie de venganza. Yo no me he educado en el encanto, sino en el desencanto. Siempre he sabido lo que era el estalinismo y siempre me he declarado antiestalinista. Para mí el fin de la Transición no fue que ganara las elecciones la banda del sevillano, una gente sin escrúpulos que tomó el país como en la Cosecha roja de Hammett. Lo hicieron junto a los otros, que son todavía peores.

-¿Se pensaba, antes de la muerte de Franco, que España podía convertirse en un caso único cuando ya no estuviera?

-Ya había constancia del peligro. Siempre, históricamente, cuando la democracia burguesa ha utilizado sus recursos habituales, como las elecciones, en contra del parecer del ejército, éste ha intervenido. El ejemplo más evidente es el de la República española. Cuando falla el control ideológico, actúan las armas. En 1974, cuando Don Juan de Borbón se unió a la Junta Democrática, en la que estaban la democracia cristiana, Satrústegui, el PSOE, el PC y otros, el sistema se vio en una situación comprometida, porque habían acordado crear tras la muerte de Franco un gobierno de conciliación nacional y convocar un referéndum para elegir entre la república o la monarquía. Había incluso encuestas que afirmaban que el 70% de la población quería una república. Así que el franquismo, que ya había diseñado la Transición entre 1946 y 1947, decidió buscar a quienes le garantizaran la continuidad del sistema. Y en Sevilla encontró a una gente que fue convenientemente pagada y agasajada a cambio del compromiso de no constituir un Frente Popular, porque sabían que un Frente Popular ganaría las elecciones. Yo creo que, incluso aceptando que el PSOE fuera de izquierdas, eso ocurriría también hoy. Ante eso, cabe preguntarse si es posible escribir lo mismo que hemos escrito siempre, como dijo Pratolini respecto a Auschwitz. Es una decisión ética. Vivimos en la caverna de Platón, en el engaño más grande y mejor preparado que se ha urdido nunca. En mi última ponencia en el PC, en 1979, afirmé que había que abandonar todos los cargos políticos y contar a la gente la verdad de lo que había ocurrido. Que teníamos un régimen corrupto por definición.

-Pero muchos autores sí han seguido escribiendo lo mismo.

-Sí. Aquí y en Latinoamérica. Como Mario Vargas Llosa, que es un vendido. Lo que le pasa a Vargas Llosa es que escribe como los dioses. Mejor que García Márquez, que es de izquierdas, y que Carlos Fuentes, que es otro vendido.

-En Bares nocturnos carga contra el buenismo, en un tono incluso nietzscheano.

-Sí, entre todos mis múltiples defectos tengo el de haber leído a Nietzsche, aunque no sea mi preferido. Siempre he creído en la obligación de ser dueño del propio destino, como en La isla del tesoro, de Stevenson. El problema es que para conseguirlo hay que matar al padre. La pena es que después de Nietzsche nadie recogió el testigo. El capitalismo ha creado una mediocridad enorme. Todo lo que no sea una mercancía carece de valor.

-¿Cuando se haya curado la melancolía escribirá un libro de Historia, en plan científico?

-Lo tengo ya. Es la tesis doctoral que no terminé sobre cambio político y estructura social, que es algo muy rimbombante pero trata sobre las luchas campesinas en Andalucía en el siglo XIX. Ahí cuento lo de las huelgas generales de Jerez en 1883, que creo que es la única ocasión en la Historia en que un grupo de campesinos asalta una ciudad. Lo llamaron epidemia de hambre. Para justificar la represión feroz con la que respondió, la Guardia Civil se inventó un panfleto sobre una organización revolucionaria dentro de la Primera Internacional que se llamaba la Mano Negra, que iba a quemar viva a toda la burguesía. Algo parecido a lo que ocurre ahora con el terrorismo. Los dictadores antiguos no necesitaban justificantes, pero la burguesía los ha necesitado siempre. El libro salió con ese título, La Mano Negra.

-¿Qué opina de la adhesión de Bergamín y Sastre a la izquierda abertzale tras la Transición?

-Conozco mucho a Sastre. Le tengo un gran afecto. Pero no comparto su historia política, por más que saliéramos de la misma organización. Su defensa de lo que llama el pueblo vasco, la ETA y todo eso, no la acepto. Pero no puedo evitar conservar este cariño. Le conocí cuando yo tenía 17 años y era botones de Alfaguara. Le llevaba los libros que le enviaba Camilo José Cela, que era mi jefe. Cela estaba pagado por el régimen para intentar convencer a la disidencia, y mandaba libros a Ayala, a Sastre. Él me ayudó mucho, pero me distancié cuando salió todo lo de la ETA y su mujer estuvo implicada en un atentado. Bergamín me ayudó también mucho, sobre todo a escribir. Cuando le conocí, yo salía con una brasileña y él no le quitaba el ojo de encima. Murió arruinado. Creo que la Transición fue muy injusta con él, sobre todo porque contribuyó mucho a la cultura desde la universidad. Es una pena, pero la universidad fue mucho mejor durante el franquismo que ahora. Sastre y Bergamín son dos escritores como la copa de un pino. No como Ayala, que es pésimo. El único mérito que tiene Ayala es haber sido republicano y haber querido al Rey. Y haberse comido un cochinillo entero cuando tenía ya 80 años. Yo lo vi.

-¿Qué queda de su infancia en la Plaza de Biedmas?

-Queda todo. No he salido de esos callejones. Intelectualmente y emocionalmente. Como decía Ibn Battuta, 'no he salido nunca de ese patio lleno de naranjos de mi casa de Granada'. Sigo ahí y a través de esa ciudad veo la vida.

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