La Baviera Romántica IV: Constanza y Mainau

EL JARDÍN DE LOS MONOS

Costanza es un tapiz tejido con los hilos de nuestra civilización occidental: fue romana en su cuna, medieval en su esplendor y europea en su alma

La Baviera Romántica III Schaffhausen y las Cataratas del Rin

La catedral de Constanza.
La catedral de Constanza. / M. H.

De Constanza dijo Goethe que era la “ciudad en la que el lago se une a las montañas, y donde la naturaleza se manifiesta en su forma más pura”. El viajero, poeta y polifacético escritor, que visitó la región durante su famoso viaje por Suiza, se sintió profundamente atraído por la impresionante belleza del Lago Constanza (Bodense en alemán) y sus alrededores. La cita refleja su admiración por el paisaje natural de la zona que sigue siendo hoy en día uno de los principales atractivos de la ciudad.

Costanza, al sur de Alemania, reposa a orillas del lago que es como un espejo de agua reflejando siglos de historia. Es un rincón donde el tiempo fluye con la suavidad de las olas, donde los ecos medievales aún resuenan entre sus empedradas calles y las torres de sus iglesias se alzan como centinelas de un pasado glorioso. Costanza es un tapiz tejido con los hilos de nuestra civilización occidental: fue romana en su cuna, medieval en su esplendor y europea en su alma. La ciudad romana nació bajo el nombre de Constantia en honor al emperador de Occidente (del 305 al 306) Constancio Cloro. Fue un puesto avanzado de la frontera norte del Imperio Romano. Fundada en el siglo III, esta pequeña guarnición emergió a orillas del Bodensee como un faro de control y comercio de la frontera renana, donde los caminos romanos se encontraban con las aguas del lago, facilitando el tránsito de soldados, mercaderes y mensajes imperiales. En este poblado militar, entre las brumas del amanecer y los reflejos dorados del ocaso, los legionarios patrullaban sus murallas de piedra protegiendo la región de las tribus germánicas que acechaban con ansias de expulsar a los invasores. Sus calles, rectilíneas, como dictaban los cánones romanos, estaban flanqueadas por termas que ofrecían refugio al viajero, y por villas adornadas con mosaicos que hablaban de un esplendor sereno lejos de la tumultuosa Roma. El comercio fluía por sus muelles. Ánforas llenas de vino y aceite viajaban desde las provincias lejanas, mientras el grano y la lana de la Galia se intercambiaban por los preciados metales del norte. El foro era el corazón de la ciudad, donde se discutían negocios, se rendía culto a los dioses y se forjaban las alianzas que mantenían la estabilidad del imperio. Pero el destino de Constantia estaba sellado en el devenir de los siglos. La caída del Imperio romano y el avance de los pueblos bárbaros, dio paso a la Costanza medieval.

A orillas del lago, la ciudad floreció como un puntal del comercio y la cultura, mientras en sus calles se mezclaban mercaderes, clérigos y artesanos. En ella, en 1183, el emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, Federico Barbarroja, firmó la paz con los municipios del norte de Italia, y en el siglo XV (de 1414 a 1418), se decidiría el destino de la Cristiandad en uno de los episodios más trascendentales de la Edad Media: el Concilio de Constanza. Este concilio, convocado para resolver el cisma que dividía a la Iglesia con tres papas rivales, atrajo a reyes, cardenales, sabios y predicadores de toda Europa. Y fue aquí donde se puso fin al cisma. Por un lado, con la elección de Martín V como único papa y, por otro, con la condena del herético reformador Jan Hus, cuyo destino fue morir en la hoguera, lo que le convirtió en un símbolo de la resistencia y la reforma.

Pero Costanza no solo deslumbró por ser el epicentro de estos trascendentes hechos históricos, sino también porque, como miembro de la Liga Hanseática, su puerto fue un hervidero de actividad, donde el vino del Rin, la sal de Baviera y los paños de Flandes se intercambiaban con la destreza de quienes sabían que el poder no solo se ejercía con la cruz o la espada, sino también con el oro. Con el paso de los siglos, la Reforma protestante y las guerras de religión desgarraron la ciudad, marcando el fin de su esplendor medieval. Sin embargo, sus calles empedradas y sus torres góticas siguen contando la historia de una Costanza que fue testigo de grandes decisiones, de ardores de fe y de la danza eterna entre la política y la religión.

Toda esa historia de la imperial y conciliar ciudad está escrita con la tinta indeleble de los monumentos que aún hoy podemos contemplar. Podemos visitar la sala donde se celebró el célebre concilio que se encuentra en el Konzil, un edificio construido en 1388 como almacén, cerca del embarcadero y cerca de un islote en el que hay un convento dominico, gótico primitivo, con un claustro del s. XIII, que hoy es un hotel. Aún se conservan restos de la muralla, como las torres Rheinturm y Pulvertum del siglo XV. Su maravillosa catedral, la Munster, cuya construcción se inició en el primer siglo del segundo milenio, es románica y se terminó entre los siglos XIV y XVI en estilo gótico. Toda ella impresiona, desde su espléndida portada geminada de acceso al templo hasta la sillería del presbiterio o los jardines de la catedral donde se halla la Rotonda de Mauricio, del s. XIV, que conserva un Santo Sepulcro gótico de 1280. Pudimos contemplar monumentos como la casa de Barbarroja, donde el emperador firmó la Paz de Constanza con los municipios lombardos, o el precioso Ayuntamiento (Rathaus), renacentista del XVI, o la iglesia de la Trinidad (Dreifaltigkeitskirche), gótica del siglo XIII, o la conservada puerta de la muralla, flanqueada con torreones, del s. XV (Schnetztor). Sorprende entre sus monumentos la estatua de Imperia, una mujer voluptuosa que sostiene en sus manos dos figuras diminutas: un emperador y un papa. Esta figura de bronce, que se alza en el puerto y gira lentamente sobre su eje, es un recordatorio satírico de los juegos de poder que se dieron durante el Concilio.

Costanza es una ciudad que guarda entre sus muros historias de personajes ilustres, sucesos trascendentales y leyendas que aún resuenan en el aire junto al lago. Personajes como el ya citado Jan Hus, hereje y mártir, que fue llevado a las afueras de la ciudad y quemado en la hoguera. Su muerte encendió la chispa de las guerras husitas; o Balduino Cossa, conocido como el antipapa Juan XXIII, que había sido elegido en el cisma de Occidente, pero su corrupción y ansias de poder lo llevaron a su destitución en 1415. O Imperia, cuya historia proviene de una novela, “La bella Imperia”, de Honoré de Balzac, quien retrata a esta mujer como una cortesana astuta que manipulaba a los hombres más poderosos de su tiempo. Y, hablando de las leyendas de Constanza, se dice que, en las noches de niebla, las sombras de los clérigos y cardenales que asistieron al Concilio aún deambulan por la ciudad. Algunos aseguran haber visto figuras espectrales discutiendo en susurros, como si aún debatieran sobre la Iglesia y sus destinos, en la catedral y en el antiguo edificio del concilio.

Visitamos un pequeño taller donde se fabricaban edredones y donde compramos algunos. Y el simpático artesano nos enseñó como se rellenan de plumas que, por cierto, resulta ser más dificultoso de lo que uno pudiera imaginar. Después nos fuimos a visitar la isla de Mainau que pertenece a Constanza y está unida a la ciudad por un puente. Es otro de los atractivos turísticos que tiene fama por los bellísimos jardines, plagados de figuras geométricas y de animales moldeadas en los arbustos floreados del Palacio de Mainau. Este palacio es del siglo XVIII y fue construido por la familia ducal Baden. Está situado sobre una colina, por lo que ofrece unas espléndidas panorámicas del Lago Constanza. Y, con el dicho popular de que “en Constanza, la historia no se cuenta, se respira”, acabamos nuestra visita, no sin antes cenar en la calle unas salchichas, de un tamaño considerable, con una riquísima cerveza Krombacher Pils que, como su propio nombre indica, es tipo pilsner.

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