Buen viaje navegante
Obituario
Ramón Martínez Cano nacía en la caleta de Vélez en 1955, amarrado al mar que sería su casa por un tiempo
Ramón Martínez Cano nacía en la caleta de Vélez en 1955, amarrado al mar que sería su casa por un tiempo. Cuando ya podía formar frases enteras e imaginar lo que se hallaba al otro lado de las olas, la vida lo alejó de allí, obligándolo a crecer en un orfanato. No era uno cualquiera: estaba diseñado para hijos de ganadores de ilustres medallas, como fue su padre, un muy condecorado legionario con dos familias, ojos azules y un nombre falso. Su joven y pobre madre servía en casas pudientes por un salario infame, ingeniándoselas para visitarlo de tanto en tanto. Un día el niño se escapó de aquellas frías paredes con un amigo-hermano: comenzaba ya a salvar a quien podía y su hermana parecía necesitarlo en Madrid. Tres días pasaron hasta que aquellos pínfanos volvieron a su “cuartel” en Murcia. Nadie había notado la ausencia. Volvió a su Málaga al tiempo, para enseñarse a limpiar y vender pescado. Sus manos no eran para aquello, recordaba con tristeza tener que bajarse del autobús increpado por la peste de tanta escama. Aquel niño se hizo muchacho en la térmica, a la que volvería como funcionario de pleno derecho. Antes de eso, fue por primera vez feliz y libre el Cádiz, donde estudió ciencias del mar a la par que las “ciencias” de sus bares y plazas. Y se embarcó.
Como marino mercante ofició las comunicaciones, hizo de médico y de lo que hiciera falta. Vivió en el mar una vida nueva, de soledad y cierta fraternidad, de botellas vacías y amores no románticos en cada puerto, temporales inmensos, conflictos entre Estados mientras cargaba petróleo en Irak o fosfatos en el Sáhara. Se tambaleó por las esquinas y al mismo tiempo fue copartícipe de la fundación del sindicato libre de la marina mercante, una incursión política que no sería la única. De aquello siempre le quedó el morse, las parabólicas, el hígado carcomido y un ancla en el brazo. A los niños les cantaba con ternura la canción del pirata patapalo, que comía pulpo crudo, mientras le brillaban los ojos. Dejó el mar por un océano de amor, del verdadero. Tanto que se lanzó al agua antes de llegar a puerto. Así de intenso era ese amor. Crío dos hijos, engendró otro dos, y vivió una época muy plena y deseada. Mientras, su inquietud intelectual le llamó a estudiar derecho, y en las noches devoraba códigos y apuntes para convertirse al poco y de sopetón en el reconocido abogado que fue.
Llegó a altas cotas de éxito profesional, ganó recursos de amparo y abrió caminos inexcrutados con sus trabajadas demandas. Poseía una inteligencia eléctrica para el derecho y la vida: a veces visionaria, a veces fallida. No debe atribuirse a nadie más la genial frase: “los jueces comen hechos y cagan sentencias”. Un enio. Pero a la par también la figura. Una que se desdibujaba en los bares y se resquebrajaba con sus seres más queridos en algunas de sus horas bajas.
Todo aquello pasó. Supo reconvertirse, perdonarse, querer, dar, devolver. Inundó a todos con su generosidad y carisma cada día de su vida. Cambio la ciudad por el pueblo, el gran despacho por uno en casa, y le dio la mano a su otro amor para no soltarla más. Crio otro hijo muy querido, y como si alejarse del mar fuera alejarse de la tempestad, fue amainando la velocidad a la que navegaba. Volvió a cultivar el espíritu, a sanarse en retiros y disfrutar de sus viajes astrales y de sus pequeñas escapadas terrenales. A contentarse con las pequeñas cosas. Comió dulce y disfrutó de sus nietos tanto como pudo. Ahora, muy preparado para el viaje, como un Fremen en las dunas de Arrakis, ya habrá desembarcado en su próximo puerto, y permanecerá inquebrantable en la memoria de quienes lo conocieron.
Su nuera, Carolina Jiménez Sánchez
Temas relacionados
No hay comentarios