A caballo regalado

lMucho antes del populismo era la cultura del todo gratis, y en ésas estamos todavía lLa postmodernidad confundió el derecho con el mérito lTodo sea por una generación bien pagada

Las colas en un museo se justifican por la gratuidad de la ocasión: no vayamos a volvernos locos.
Las colas en un museo se justifican por la gratuidad de la ocasión: no vayamos a volvernos locos. / Málaga Hoy

20 de noviembre 2016 - 02:07

La otra tarde fui, como cada día, a recoger a Irene a la salida del colegio. Se me acercó un tipo con unos folletos en la mano y una especie de uniforme reglamentario algo feo; pensé que iba a darme un álbum de cromos o un bono de descuento para algún circo, lo habitual en la puerta de un colegio, pero he aquí que el hombre venía a hacerme promoción de una empresa de distribución de agua embotellada. El probo empleado no se anduvo con medias tintas y me hizo una oferta en plan aquí te pillo aquí te mato: la firma para la que trabajaba se ofrecía a venir a casa e instalarme un dispensador de agua con un volumen de veinte litros, del que podría disfrutar gratuitamente durante una semana. Pasado este plazo, los técnicos acudirían a mi domicilio; si el servicio me convencía procederíamos a la firma de un contrato, con la renovación periódica del agua potable en mi depósito; y si no, se llevarían la misma botella y el dispensador y santas pascuas. "Sin compromiso alguno", subrayó el joven. Todavía faltaban cinco minutos para que sonara la sirena, así que atendí a sus explicaciones y cuando terminó le di las gracias y le dije que no me interesaba. "Creo que no me he explicado bien", me respondió el eficaz promotor. "La empresa le instalaría en su casa un dispensador con veinte litros de agua y usted no tendría que pagar nada. Pasada una semana usted decidiría mantener el servicio o no, sin compromiso". "Se ha explicado usted muy bien", repliqué. "Pero, lo siento, no me interesa". Empezó entonces el juego al que ya me habían hecho jugar otros espabilados, en la calle o en la misma puerta de mi casa: "¿Me está diciendo que no quiere que le regalen veinte litros de agua?" "Sí, eso es exactamente lo que le estoy diciendo". "Disculpe, pero no le entiendo. ¿Puede usted decirme por qué?" Llegados a este punto, el tipo ya lucía su sonrisa de medio lado, ésa con la que los comerciantes más listillos de la clase pretenden hacerle sentir a uno como si fuera tonto. Así que me aparté las gafas del sol, miré al joven y zanjé el asunto: "Porque yo no le he pedido nada a usted ni a nadie. No he pedido agua gratis a nadie ni quiero que me la regalen. Me gano mi dinero con mi trabajo y soy libre para gastármelo o no gastármelo en lo que me dé la gana. ¿Me he explicado yo ahora bien?" "Perfectamente", respondió el comercial antes de largarse sin despedirse como es debido a la caza y captura de otro incauto. Esta estrategia tipo ¿Va a ser usted el único que no aceptará mi regalo? siempre me ha parecido un sucedáneo pobre de la corrupción (¿Vas a ser el único tonto que no meterá la mano?), pero, en honor a la verdad, y como sucede con la corrupción, su éxito (pues tal ha de ser cuando tantos vendedores siguen recurriendo a ella) responde a un diagnóstico bastante acertado de la sociedad postmoderna. Posiblemente, lo gratuito nunca ha gozado de tanto parlamento como hasta ahora.

Después de cuarenta años de transición democrática (las democracias siempre están en transición: recuerden a Leonard Cohen cantando "Democracy is coming to the USA"), la definición del ciudadano como partícipe y corresponsable del progreso ha tenido los efectos previstos; esencialmente, la confusión entre derecho y mérito. En la mitad de este trayecto, el pelotazo marcó un espejo ideal en el que mirarse y resultaba lógico que el idiota que paga todos sus impuestos reclamara los mismos caprichos. Así que los contribuyentes pasaron de tener derecho a ciertas cosas a merecerlas. El ejemplo esencial de esto es, como ha sido siempre, la cultura: por más que nadie lo diga en voz muy alta (el asunto funciona un poco como lo de votar a Trump), existe una exigencia social muy mayoritaria respecto a la gratuidad de la cultura. Está muy bien llorar el cierre de Candilejas, pero desde que las mismas discográficas inventaron las copiadoras de CD aquí no ha comprado un disco ni la Virgen del Carmen. Y si alguien se gasta su dinero en la entrada a un museo, pudiendo ir gratis un domingo o en la Noche en Blanco, es tonto de capirote. La cultura era un blanco demasiado fácil para toda esa caterva de funcionarios y empleados con ganas de sentirse merecedores del ocio a cuenta del trabajo ajeno, así que cundió sin demasiados remilgos el discurso de que la cultura es cara, bendecido con un IVA cultural al 21% por cortesía de nuestro Gobierno. Todavía no he escuchado a uno solo de los aficionados que llenan cada domingo los estadios quejarse de que el fútbol es caro (ni insinuarlo si quiera), pero el fútbol ha adquirido unas cotas de poder (y poder político) con las que la cultura no podría soñar ni de lejos, así que ahí tienen a toda esa clase media empobrecida hasta las cejas dejándose los ahorros en las renovaciones de abonos, porque es mejor mantener al señorito contento. Por supuesto, vuelve a suceder lo mismo: cada cual es dueño de gastar o no gastar su dinero en lo que le apetezca. Pero no deja de asombrarme esa querencia por la gratuidad, por la picardía, por llevarse la satisfacción de haber engañado al contrario cuando lo más probable es que el engañado sea uno. Justo este complejo de aspirantes a bien pagados es lo que no pocas empresas aprovechan para colocar sus productos. Lo mismo podríamos decir del Ayuntamiento respecto a no pocos servicios. Pero mejor borren eso que la liamos.

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