Certificado de extranjería
Calle Larios
Las ciudades tienden a definirse cada vez con más empeño en términos de expulsión, una tendencia en la que Málaga ostenta un liderazgo triste y pionero
De identidad, ni hablamos
Hace unas cuantas noches decidimos bajar a tomar a una cerveza en el barrio. Fuimos a una de las taperías de siempre, remozada hace unos años, con un menú reconvertido en clave contemporánea, buen servicio y a un tiro de piedra de casa. Nos sentamos en la terraza, con las mesas habilitadas convenientemente separadas a la distancia correcta ya no sólo en virtud del rigor sanitario, sino del bienestar de los clientes. Fácilmente habría cabido al menos una mesa más, pero entonces el ambiente habría sido muy distinto: con la composición establecida todo el mundo parecía sentirse a gusto y a salvo, y nosotros también. Era, por fin, una noche fresca, con lo que disfrutábamos del mejor aire acondicionado. La gente conversaba al volumen justo, sin ruidos innecesarios ni jaleos molestos, en atención a los vecinos pero, también, a la pandillita de consumidores que allí nos las veíamos. Dentro del bar, un DJ con generoso sentido del oficio pinchaba soul y funk sesentero con espectacular criterio y, de nuevo, al volumen perfecto: todo el mundo tiene derecho a ver el fútbol en un bar con el mayor tronío, pero tampoco está mal que se ofrezcan alternativas más, por qué no decirlo, distinguidas. Se me vino a la cabeza otro bar que visité en el neoyorquino Greenwich Village, y sí, el rollo era tan similar parecía que las distancias habían quedado fulminadas. De tal guisa comenzaron a caer cervezas, refrescos, tapas y raciones. Todo bien servido, bien cocinado y con una sonrisa que se hacía notar bajo la mascarilla de las camareras que atendían las mesas. Cuando nos habíamos dado el festín correspondiente, pedimos la cuenta. Cenamos los tres a base de bien por 45 euros. A un servidor, que conste, le encanta la alta gastronomía, cenar en restaurantes biestrellados y visitar de vez en cuando a Dani García en Marbella (con el nuevo Leña no hemos perdido la costumbre) o a Paco Morales en Córdoba. Pero la cotidiana remesa de tapas y cerveza entraña un placer tal vez distinto pero no por ello menos reconfortante. La cuestión es que, de vuelta a casa, barruntábamos la posibilidad de disfrutar de un ágape así, con las mismas condiciones, en el centro. Y convinimos en que la misión podía resultar ciertamente difícil, si no imposible. La cuestión es que al día siguiente fui al centro y en una calle Granada atestada de turistas franceses e italianos, incluidos algunos ruidosos especímenes disfrazados ya para la despedida de soltero de la noche, me encontré con un amigo al que no veía desde hacía muchos años. Tras la mutua puesta al día, mi amigo, que vive en otro barrio de Málaga, celebró la extraordinaria suerte que había propiciado nuestro encuentro, ya que, según me confesó, las ocasiones en que se traslada al centro de Málaga son ya muy escasas: “Aquí cada vez me siento más extranjero”, afirmó, para dar constancia de sus impresiones. Y, claro, sus palabras dieron de sí para pensar.
En el fondo, todo esto podría resolverse de manera sencilla: de acuerdo, quédense el centro ustedes, señores responsables de la municipalidad, y hagan con él lo que estimen conveniente. Mantengan el ruido, el saqueo, la explotación, el circuito de patinetes, el escándalo nocturno y toda la marimorena con tal de que cierto turismo siga encontrando esta ciudad atractiva y ya nos apañaremos nosotros fuera del centro como buenamente podamos. En cuanto a los vecinos del mismo centro, bueno, qué le vamos a hacer, ya se lo han dicho por activa y por pasiva, siempre pueden instalarse en el campo. Es evidente que hay fórmulas para equilibrar la actividad hostelera y la mera habitabilidad urbana en términos razonables y beneficiosos para todas las partes, pero supongo que al final todo el mundo se cansa de pedir a Goliat que entre en razón, con lo que el centro se terminará quedando vacío del todo tarde o temprano (Aleluya). No se trata sólo (habrá que aclararlo, por si acaso) de lo que pagamos por una cerveza, sino de algo no menos importante: la posibilidad de quedarnos a vivir. De disfrutar el derecho que como ciudadanos, y como contribuyentes, debería garantizarnos servicios, rutinas y comodidades. De modo que si se trata de jugar a la expulsión, juguemos en serio de una vez y pongamos un Muro de Berlín, con un par de checkpoints en la Merced y en la Marina, y sálvese quien pueda. Porque quienes se sienten expulsados del centro no se refieren al idioma que se habla mayoritariamente en la calle, como algunos pretenden, sino a la evidencia de que si no eres un turista, si no estás de paso, en el centro no tienes mucho que hacer. Mejor: no puedes hacer nada.
Si con esto bastara, entonces, y con el mayor reconocimiento a los vecinos del centro, igual firmábamos unos pocos. El problema es que la maquinaria exprimidora que atañe a las ciudades (y tenemos varios ejemplos no muy lejanos para ir poniendo las barbas en remojo) tiende a expandirse de manera voraz. No en vano los planes regeneradores del Ayuntamiento contemplan un centro que abarcaría desde Fuente Olletas hasta Huelin, desde Pedregalejo hasta la Cruz del Humilladero. Basta comprobar dónde están campando ya los apartamentos turísticos para advertir que esto no va únicamente de construir oficinas ni viviendas chachis para los jefazos informáticos que ya se dan de tortas por residir en Málaga: se trata, por lo mismo, de ampliar el parque temático. De modo que, con un poco de suerte, todos los vecinos de Málaga pasaremos a ser de aquí a nada vecinos del centro. Y ya sabemos lo que hay. Podríamos recordar aquello que se atribuye a Bertolt Brecht: “Vinieron a por los judíos, pero yo no era judío”. Salvo una milagrosa entrada en escena de una política distinta, nos espera el certificado de extranjería. Iremos haciendo cola.
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